Por un largo período, desde finales de los ochenta hasta inicios de los dos mil estuve vinculado con la actividad plástica de la ciudad de Cuenca coordinando las actividades de una de sus más conocidas galerías de arte, la del Banco del Pacífico. En ese espacio expusieron sus obras desde connotados pintores cuencanos y nacionales, hasta neófitos aficionados al arte. En esa función siempre me llamó la atención el ego de algunos artistas que en ocasiones se traducía en real dificultad para reconocer los méritos de los otros. Pese a su vinculación con la sutileza intrínseca al trazo, al color, a la luz y sombra y a la íntima búsqueda de lo estético –y pese a la relación filosófica de la estética con la ética– algunos mostraban rasgos de personalidad que les impedían mirar al otro desde el reconocimiento de sus virtudes… una importante faceta de la ética personal.

Esta actitud no es exclusiva de ellos, sino que forma parte de la condición humana y es considerada por algunos individuos e instituciones como incorrecta, situación que les lleva a la acción para intentar superarla y así alcanzar mejores niveles de convivencia.

Utilizo esta referencia anecdótica para tratar el tema de los comportamientos éticos en las universidades. En el mundo académico, conformado por profesores, investigadores, administradores y estudiantes, al igual que en el de los pintores y en todos los otros, se transita por caminos no siempre coherentes con el deber ser moral proclamado en este caso organizacionalmente, porque a diferencia del universo de los artistas, en el académico se enuncian principios y valores que fundamentan su quehacer institucional. Los artistas, que no se ufanan de ser lo que no son, se concentran en la expresión estética de su espiritualidad, sin ambages ni remilgos.

Son algunos los rasgos culturales que podrían incidir, cuando sea el caso, en la falta de coherencia de la práctica universitaria con su discurso ético, especialmente importante por su transversalidad institucional. El alejamiento de la intención permanente de buscar conexión con el referente moral, es decir, con la voluntad de llevarlo a la práctica es inaceptable en los establecimientos de educación superior, pues ahí se habla y predica con prodigalidad sobre la ética, razón por la cual la construcción y vigencia de una cultura institucional apegada al discurso moral se convierte en un imperativo organizacional. Es muy grave para las universidades y para la sociedad que docentes, investigadores o administradores se transformen en funcionarios marcados por la vanidad y la prepotencia derivadas del ejercicio de sus temporales funciones. En muchos casos realmente no se trata de cambios de personalidad sino más bien de manifestaciones externas que revelan sus más genuinos y auténticos rasgos de carácter. En estas situaciones se aplicaría con propiedad el conocido refrán “Dale poder a un hombre y lo conocerás”.

El discurso moral y la normativa jurídica que regulan la actividad universitaria exigen respeto al imperio de la ley, combate al nepotismo y al clientelismo, imparcialidad en la toma de decisiones, reconocimiento del otro, delegación de responsabilidades y que el ejercicio de la gestión académica se fundamente en sus referentes éticos proclamados. (O)