La presunción de inocencia debe ser uno de los principios más pisoteados en nuestra sociedad y por qué no decirlo, de nuestro sistema jurídico.

Basta con que se sospeche de cualquier cosa para que el público acuse y sentencie sin piedad.

Socialmente se construye y se destruye con una facilidad increíble; pero si esto se consagra a nivel de la administración de justicia, ya estamos en problemas.

El supuesto culpable pareciera no tener derecho a la mínima consideración ni respeto. Olvidando que una norma básica para entender cualquier situación que involucra a los seres humanos es escuchar la versión de todas las partes involucradas en el tema.

Para ello, es necesario que exista una persona que asuma el compromiso de contar la verdad del acusado, de tal forma que pueda ser escuchado sin prejuicios. Esa es la figura del abogado. El oficio de quienes asumen la versión de su defendido, sin necesariamente compartir sus pensamientos ni convertirse en cómplice.

Sagrada misión la de los abogados: ser capaz de ir más allá de las convicciones personales, para luchar por una persona que no siempre tiene la razón, pero que siempre merece un juicio justo.

La misión que portan –más allá de sus propias conclusiones– es la de defenderlos y obtener para ellos la mejor sentencia posible.

En estos casos extremos hay que entender que no por ello se convierten en el acusado, ni en seres inmorales o perversos.

Simplemente están ejerciendo la destreza para la que fueron entrenados, cual es, ser capaz de abstraerse de sus propios límites y dar prioridad a la justicia, como fin último del derecho.

Vale la comparación con la del médico, que no puede negar su atención a un delincuente que llega herido a la sala de emergencias.

La vida humana, entendida en un concepto más amplio, también incluye la libertad, el bienestar, el derecho al buen nombre y la privacidad.

Mucho se comenta estos días, con ocasión de los múltiples casos de corrupción que se han develado, sobre la falta de probidad y ética de los abogados en libre ejercicio, que asumen la defensa de los involucrados.

Debemos aceptar que en todos los oficios y grupos humanos existen malos elementos, faltos de conciencia y límites morales; eso no es ajeno a la profesión del abogado, pero de ahí a pretender que el abogado y el cliente son una misma cosa, que ambos son culpables del mismo delito, que se debiera dejar a un ciudadano sin derecho a la defensa y que el abogado debe abstenerse de defender a alguien por un aparente error cometido, hay una larga distancia.

El abogado en libre ejercicio sigue respondiendo a su conciencia, sus convicciones y sus creencias personales, pero no puede olvidar ni sacrificar los principios bajo los cuales fue formado: que toda persona tiene derecho a un defensor.

Hay que caminar estos zapatos de ida y vuelta a las cortes para entender la grandeza de un oficio que, ante todo, debe ser garante de la vida y la libertad de los inocentes; y, en última instancia, responsable de que al final de cada proceso brille la justicia.

Sí, ser abogado es un honor. (O)