Beatriz Sarlo, en un artículo titulado ‘Encerrar el yo en una lata’, rescataba hace poco una anécdota comentada por Walter Benjamin sobre la lata de comida que los soldados del ejército austrohúngaro debían guardar a toda costa, a pesar del hambre, como una forma de rigor. Puntualiza Benjamin: “Como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen treinta días, tampoco los escritores deberían desenterrar el yo antes de tener cumplida la treintena. Cuanto más temprano recurren a él, peor entienden su oficio”. Sarlo añade: “¿Por qué el aplazamiento? Porque durante esa espera se puede construir una escritura y esa forma difícil y huidiza que es un personaje. Sobre todo, porque en la espera puede descubrirse que fuera del yo hay cosas más interesantes”.
No es difícil coincidir con Sarlo. Pero convendría pensar, al mismo tiempo, como una forma de la paradoja, en el inicio del ensayo de Claude-Edmonde Magny, Las sandalias de Empédocles, escrito allá por 1945, donde la situación había sido distinta de los abusos de la autoficción. Tanto lo era que la ensayista advertía que, después del naturalismo, pasaba exactamente lo contrario: se había vuelto consigna el apunte flaubertiano de que el autor debía ocultarse detrás de su obra, como “Dios en su creación”. Magny observaba: “Tanta modestia puede parecer vana, y signo de alguna impotencia”. Recuerden la preocupación de Vargas Llosa por hacer desaparecer a los narradores en primera persona en sus novelas iniciales, principio que fue deshaciendo conforme pasaron los años y que dio magníficas novelas en primera persona como La tía Julia y el escribidor y otras no tan buenas como Travesuras de la niña mala.
Como las polarizaciones agobian, y más en principios poéticos, conviene discrepar con ambos puntos de vista. Esa oposición del arte narrativo entre narrador en primer y tercera persona es una simplificación que borra, de un plumazo, la escala de matices intermedios, y la que existe incluso dentro de los mismos extremos. Porque una historia puede contarse de manera omnisciente pero estar tan centrada en un solo personaje, y solo en él, que se convierte en una forma del empalago. Como si el autor creyera que con cambiar la persona de primera a tercera, transformarla en omnisciente, hiciera permisible cualquier melodrama.
Esa oposición del arte narrativo entre narrador en primer y tercera persona es una simplificación que borra, de un plumazo, la escala de matices intermedios, y la que existe incluso dentro de los mismos extremos.
Puede escribirse, al contrario, una historia narrada en primera persona, donde no solo se usa el lenguaje de manera espartana y lacónica –como si decir adiós a los adjetivos fuera también la otra fórmula ejemplar para escribir– sino que ese yo se transforma en una plataforma mínima, un punto de apoyo para mover otros mundos, desapareciendo gradualmente del escenario. Ese yo modesto, esquinado, feble, tan discreto que parece convertirse en polvo y que viene desde muy lejos, desde ciertos textos de los autores griegos y latinos hasta repuntar en Montaigne, vibra en ciertas obras contemporáneas.
Pienso en el caso ejemplar de Vida secreta, de Pascal Quignard. El narrador recuerda el mes de junio de 1993 cuando vivió en Atrani con Némie Satler, la mujer a la que amó y “que ya no vive más en este mundo –ni en ningún otro– pero algo de su cuerpo circula todavía en el mío. Ese rastro viviente (porque yo vivo en el instante que escribo esta frase) está domiciliado en el cuerpo que responde al llamado de mi nombre)”. A los pocos capítulos se deja de hablar de ella. Incluso el mismo narrador desaparece, y empieza una serie de reflexiones sobre el amor que se apoderan del libro, y que van redondeando un rostro diferente del que se esperaba al comienzo.
De igual manera procedió Proust en ese ejercicio que no deja de asombrarme por su eficacia, cuando en Por el camino de Swann, el narrador que se evocaba de niño con su madre, desaparece para ceder paso a la historia de Swann, cuando aquel ni siquiera había nacido. Es como si hubiera que alejarse y volver, no quedarse en el esquema rígido del Yo o de Aquel. Subir y bajar por las escaleras para saber que no hay solo Arriba y Abajo, sino una gradación de la maravilla, convertir cada escalón en terraza, y desobedecer en la escritura cuando se quiere imponer una eficacia como absoluta por otra que, aparentemente, dejó de serlo. Esto último pretende Fernando Vallejo cuando dice que hoy en día no se puede narrar de otra manera que en primera persona, y lo hacía reprochándoselo a García Márquez por el narrador omnisciente de Cien años de soledad.
Pero uno nunca sabe para quién escribe.
Luego de tantos libros en primera persona de Fernando Vallejo, alguno de ellos fulgurante y magistral, me quedo con su biografía sobre Porfirio Barba-Jacob, El mensajero. Está narrada en primera persona: Vallejo se muestra a sí mismo rastreando con lupa y asombro las huellas escabrosas de Barba-Jacob por varios países de América Latina, desde Perú a México, y desaparece cada cierto tiempo detrás de su paisano poeta, como si ya todo estuviera en el destino errante de este último, en su condición sexual, en la incomprensión de su entorno, en su oficio pirata de la escritura. Un doble, sí, pero algo más. Como si el escritor hubiera encontrado a quien lo representa. A fin de cuentas, resulta que los escritores son como aquella muchacha perdida de la canción de Graham Nash, Better Days, que persigue espejos en la niebla. Qué hermosa manera de desaparecer, de convertirse progresivamente en fantasma para que otro yo, el amado y muerto, se domicilie en su cuerpo, como sugiere Quignard.
Sea con un narrador u otro, o con su iridiscente escala de gradaciones entre ambos, al contar siempre hay un fantasma, el que lleva la voz, y en el que se encarna otro quizá más intenso. Esa suma, esa fusión, ese entrevero donde los límites se difuminan y se vuelven escurridizos para la mirada de la mente ajena, crean un perfil nuevo y son el corazón vivo de la literatura. (O)