Fue una casualidad que un grupo de amigos escuchara el mensaje de bienvenida ofrecido por el rector de alguna escuela pública del norte de Quito el día en que retornaban a clases después de las vacaciones. Una intervención larga, llena de indicaciones, consejos y advertencias para el nuevo año escolar. Y apareció, una y otra vez, de modo insidioso, perturbador, el diminutivo: pedidos reiterados a los “papacitos” y “mamacitas” para contar con su apoyo. Una dramática y deprimente experiencia cultural con el modo de usar los sufijos diminutivos en la configuración de las identidades personales y sociales. A lo de papacitos y mamacitas se unen, por supuesto, la Jennicita, el Williamcito, el Christiancito, el jefecito, y hace unos días un categórico y sorprendente “el guardita”. Lo mismo en el discurso del rector que en el sermón del cura de la iglesia en una ciudad pueblerina cerca de la capital a los humildes feligreses: “Estoy un poquito enojado porque este día no ha habido ni mucho silencio ni mucho orden”.

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define al diminutivo como la “cualidad de disminuir o reducir a menos algo”. Utilizado para nominar a las personas, se convierte en una herramienta social y cultural que las constituye disminuidas, como inválidas, incapaces de una acción propia y plenamente responsable; como una invocación a personas infantilizadas. La insistencia del rector a las mamacitas y a los papacitos sonaba a un sermón frente a seres que eran disminuidos ante sus propios hijos. De allí toda la cadena del diminutivo: de los padres a los hijos, entre los padres, entre los hijos, entre las clases sociales, en toda relación social. Personas siempre interpeladas desde una voz que los transforma en algo menos. Se trata de un enraizado modo social, cultural y política de configuración de las identidades, expresado en las formas lingüísticas y discursivas del trato cotidiano. Me gustaría llamar a ese modo disminuido de constitución de los sujetos una tragedia social y cultural que aleja sistemáticamente a la sociedad de una convivencia entre personas adultas, iguales, maduras, autónomas, capaces de afirmarse a sí mismas, democrática. De ese uso social del diminutivo se desprenden, ya en el campo de la política, formas aberrantes de acatamiento y tolerancia a las prácticas autoritarias del poder. Si somos unos disminuidos…

Se trata de una manera de constituir las identidades propias de la Sierra ecuatoriana y que viene como herencia de una combinación perversa de arraigados prejuicios étnicos, ligados a la incómoda presencia de lo indígena en nuestra cultura y en nuestra sociedad, a lo que siempre se consideró menos, y un poder pastoral ejercido por la iglesia como contraparte curativa. Esos dos poderes se han inscrito en nuestra cultura serrana y andina para distanciarnos de un trato igualitario y respetuoso entre nosotros. El lenguaje es un sistema reglado de nominación y construcción de valores donde se condensan experiencias identitarias largamente acumuladas en el tiempo. Si a algo debemos declararle una guerra sin cuartel, en los colegios, en las escuelas, en las iglesias, en las calles, en las radios, es a la devaluación de las personas derivada del implacable e insidioso diminutivo. (O)