El Ecuador no es un país pobre. Es un país empobrecido por decisión. La desigualdad económica no es un fallo del mercado, sino la arquitectura que permite sostener un orden heredado: una forma de país que nació como hacienda y que no ha dejado de comportarse como tal.
En el Ecuador, el riesgo y la incertidumbre se reparten entre la mayoría, mientras la riqueza se concentra en pocos. La pobreza no proviene de la falta de esfuerzo, sino de una economía que castiga el trabajo y recompensa la intermediación y la especulación financiera.
La pobreza y la desigualdad en el Ecuador no son solo estadísticas: tienen forma, cuerpo y lugar. Habitan en la ruralidad de Esmeraldas y Cotopaxi, en los caminos polvorientos de San Miguelito de la Chala o en los manglares de Canchimalero. Tienen rostro afro y montuvio de pescadores, las manos de mujeres indígenas serranas que ordeñan vacas y los pies descalzos de niños que caminan sobre la infraestructura petrolera de la Amazonía.
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Lamentablemente, el Estado hacendatario no ha desaparecido. Sigue administrando la pobreza como si fuera parte del paisaje nacional. Cambió el patrón por el tecnócrata y la limosna por el bono, siguiendo un mismo principio: mantener la obediencia sin redistribuir poder.
El bono Raíces, creado para compensar la eliminación del subsidio al diésel, no es el problema. El problema es el gobierno que lo usa como escudo. Lo presenta como justicia social, pero en realidad es contención política. El Estado entrega bonos cuando ya renunció a garantizar derechos: cuando no hay empleo digno, ni crédito, ni servicios públicos que funcionen.
Lista de bancos que pagan el Bono de Desarrollo Humano
El gobierno ha sustituido la política por el marketing y la justicia por la caridad. Mientras tanto, se condena el gasto social y se protege el privilegio fiscal. Cuando el dinero llega a los pobres en forma de subsidio se llama despilfarro, pero cuando llega a quienes más tienen, a través de exenciones tributarias, se celebra como incentivo para competir. Un país de locos, donde los derechos se han vuelto dádivas y los privilegios, mérito.
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Mientras tanto, la clase media, frágil y endeudada, defiende el ajuste macroeconómico como castigo a los otros. No entiende que también ella se empobrece. Sin poder económico, repite el discurso de las élites que la desprecian y la necesitan. Mira hacia arriba con aspiración y hacia abajo con desdén, soñando con algún día ser parte de ellos.
A inicios de los años 2000, el Bono de Desarrollo Humano fue una excepción dentro de ese mismo modelo. Paradójicamente, fue una política nacida en la ortodoxia que, sin proponérselo, tuvo efectos redistributivos.
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Entre 2003 y 2008 redujo la pobreza extrema, amplió la escolaridad y dio algo de autonomía a las mujeres rurales. Fue una grieta mínima en el sistema, pero suficiente para demostrar que incluso dentro del cálculo tecnocrático es posible redistribuir. Hoy, ni eso. Los bonos ya no corrigen: solo administran.
Se aplauden las exenciones a los grandes grupos y se cuestiona cada centavo que llega a los pobres. En este país, la desigualdad es la forma más estable de gobierno. (O)