Los niños en edad escolar usualmente ven la guerra como algo lejano a ellos. A José (8) le inquieta oír que una guerra esté ocurriendo, y pregunta dónde están los países involucrados. Cuando los ve lejos de Ecuador, comenta: “Pero seguro que aquí nunca ha pasado eso”. Al escuchar sobre la guerra del Cenepa (Ecuador y Perú, 1995), se sorprende.

Ante esto, la psicóloga clínica y educadora en disciplina positiva Kathalina Urquizo recomienda:

  • No evite el tema, pero tampoco hable de más. Adapte su charla a la edad del niño. Con los pequeños (menores de 5 años) haga una dieta de información, pues a ellos los hechos violentos les generan un estrés mayor. “Antes de los 5 años es mejor no hablar de esto a menos que sea absolutamente necesario”.
  • Entre los 6 y los 12 años, los chicos pasan a un pensamiento más estructurado. Aunque no lo digan, están atentos. Pregúnteles qué han oído, qué saben. “Manejemos la información desde su saber y no desde el nuestro”, aconseja la especialista.
Si su niño está preocupado o curioso, pregúntele primero qué sabe, qué ha escuchado y qué le preocupa. Foto: Shutterstock
  • Explique que los conflictos vienen dándose durante mucho tiempo, no estallaron de la nada. Esto aminora la incertidumbre, y trabaja con ellos la anticipación: se dan cuenta de que la guerra tiene antecedentes. “Así baja el nivel de estrés”.
  • Más allá de los 12 años es la edad correcta para sentarse a conversar con sus hijos, pues tendrán muchas preguntas. Descubrirá que ellos manejan más información de la que usted cree. Josías (18) entiende la guerra como “un conflicto entre dos o varios países; dependiendo de la magnitud, se puede dar el caso de hechos violentos”. Sus sentimientos cuando oye noticias sobre el tema tienen mucho que ver con el lugar donde se dan los conflictos, “ya que siempre hay guerra en los países del Medio Oriente, pero cuando los rumores son de grandes potencias, ahí la situación cambia”. En el caso más reciente, admite que ha conversado con sus padres sobre las noticias, “porque pueden dar un gran cambio al mundo”.
  • Cualquiera que sea la edad de sus hijos, esté consciente de sus propias emociones frente al tema. “No puedo hablar con mi hijo si estoy cargada de angustia”, subraya Urquizo.

No crea que los niños y adolescentes no entienden solo porque no preguntan o no comentan. Los pequeños son capaces de leer las emociones a su alrededor, solo que se expresan de otras maneras, a través de sus juegos y dibujos. Y los adolescentes, que manejan mejor el lenguaje, toman distancia de los adultos porque sienten que estos no están interesados en su mundo. “Somos nosotros los llamados a involucrarnos”.

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Hablando con los jóvenes: ¿qué decir sobre la guerra y los conflictos internacionales?

“Podemos decir que es el primer conflicto global de gran importancia y que además tiene una carga mediática digital que no tuvieron otros”, dice Tina Zerega, docente investigadora de la Universidad Casa Grande.

“Si bien han existido otras guerras que han sido bastante mediatizadas, diría que este es el primer conflicto serio, en términos de globalidad, que tenemos en un entorno de redes sociales digitales”. No es que los anteriores no cuenten, pero fueron difundidos únicamente por un sistema de medios masivos. “Las noticias viajan mucho más rápidamente, los sistemas de información y las plataformas están más conectadas”. Esta es una generación de ciudadanos más globalizados, aun si se toman en cuenta las brechas digitales.

Los niños y jóvenes necesitan de los adultos para aprender a filtrar la información que reciben. Foto: Shutterstock

“Trabajo con adolescentes y con jóvenes, y recuerdo que durante las elecciones estadounidenses en las que ganó Trump, ellos estaban muy conectados con esa situación geopolítica, algo que antes no estaba en las discusiones o conversaciones con ellos”, comenta Zerega. “Pero quienes estamos en entornos educativos nos vamos dando cuenta de ciertos contextos: los jóvenes están más informados de los conflictos, quieren hablar más de ciertos temas, de movimientos o causas sociales”.

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También es notorio que hay cada vez más fenómenos de migración e internacionalización, y a los jóvenes ya no les suenan lejanos otros países, por las industrias culturales que consumen. “Hay una mayor conciencia de ciudadanía global, de que aquello que pasa, sea político, económico o bélico puede afectar directamente el entorno cercano de tu país o de tu ciudad y genera preocupación.

Mucho de lo que los jóvenes saben es por su presencia en las redes sociales. ¿Es real lo que vemos en redes sobre la guerra? El tema de lo real es complejo, dice Zerega. Lo que los medios masivos nos entregan es una representación editada y recortada, con cierta oficialidad, de cada situación.

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“Lo que tenemos ahora es el periodismo ciudadano”, que si bien es interesante, no implica que haya un periodista de oficio, continúa la comunicadora. “Las redes sociales han permitido que actores del conflicto que antes no tenían voz informen las cosas que les suceden directamente”.

Eso es bueno, porque nos habla desde un sitio al que el periodismo no pudo acceder. Pero, por otro lado, está el exceso de información, entre el relato oficial y el periodismo ciudadano. “Es una riqueza, pero a la vez un riesgo, porque puede ser que estemos consumiendo en burbujas algorítmicas (noticias que captan la atención y por lo tanto se van repitiendo), expuestos a las mismas voces que invisibilizan a otras”.

Entonces queda a los ciudadanos (también a los más jóvenes) desarrollar funciones de consumo crítico de lo que leen y ven, y alimentarse de diferentes fuentes. Dudar: ¿quién me está diciendo esto?, ¿desde dónde?, ¿qué me está mostrando y qué no me está mostrando? “Es un reto para los educadores y para la familia ayudar a los jóvenes a sospechar de lo que están viendo”.

Sí hay que hablar de la guerra, pero desde un punto de vista crítico, tomando en cuenta ambas versiones. “Se puede tratar de hacer ejercicios empáticos de lado y lado”.

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Este diálogo con los jóvenes da ocasión de mostrarles que podemos aproximarnos a los conflictos a través de la palabra, y no a partir del acto y del ataque, con la palabra como mediadora secundaria. “Formar a la gente desde un lugar donde la violencia sea el último recurso es beneficioso. Saber que hay otros mecanismos, hablar, empatizar, investigar, revisar, negociar”.

Construyendo las reglas del juego en familia

“La guerra consiste en hacer uso de la fuerza para obtener lo que se quiere”, dicen los escritores y filósofos Briggitte Labbe y Michel Puech en el libro para niños La guerra y la paz (SM, 2002). Ellos describen la guerra como el impulso natural de los seres humanos de usar la fuerza para pelear, imponer, arrebatar.

La paz, en cambio, no es natural. Tiene que ser construida con esfuerzo, sacrificio y educación (y por eso a algunos puede parecer ‘aburrida’). “Si las personas lo olvidan, y creen que la paz es natural, se olvidarán de construirla y se correrá el riesgo de la guerra”, advierten los autores.

No se puede quitar a los seres humanos su instinto natural. Pero existen los mecanismos de la paz: las leyes y el derecho, que permiten vivir en sociedad. Como en los juegos, en los que hay reglas que todos deben conocer y respetar, o no podrán continuar en la partida. Al aceptar las mismas reglas, las personas construyen la paz.

Sin embargo, las reglas del entretenimiento actual parecen premiar las explosiones de violencia, más que el juego limpio. Los niños se han acostumbrado a la agresión en la TV, el cine y los videojuegos, hace ver la psicóloga Urquizo.

En las series para menores cada 3 minutos hay una explosión de violencia”, con la particularidad de que esta no tiene consecuencias reales ni palpables, pues los personajes animados vuelven a vivir una y otra vez y los actores reaparecen como si nada en una nueva película. Eso en los niños genera una desconexión con lo real.

Lo que ocurre con los videojuegos es más grave, dice Urquizo, porque estos interactúan con el circuito cerebral. “Con cada disparo se genera una subida de adrenalina, poniendo en estado de alerta al jugador”. En circunstancias normales, el cerebro nos pone en alerta para que nos pongamos a salvo, y luego baja las revoluciones. En el videojuego, el estado de alerta es constante, aunque el peligro no sea ‘real’. Ahora calcule, ¿cuánto tiempo pasan jugando sus hijos?

Además de la adrenalina, está la dopamina, la hormona del placer y la recompensa, que nos hace volver al juego una y otra vez para seguir sumando puntos. Y completa el círculo la experiencia inmersiva, un mecanismo cada vez más refinado que hace que el jugador se sienta parte de la historia y desarrolle apego por ella.

Esa necesidad de apego y pertenencia, en teoría, debería ser satisfecha por los vínculos familiares, dice la psicóloga. “Antes era más fácil, porque había grandes tertulias familiares, donde sabíamos que el abuelo hacía tal cosa, que los tíos decían esto o que esto le gustaba a papá o a mamá. Había una historia estructurada, guiada por los procesos de comunicación familiar. Eso se ha ido perdiendo”.

La terapeuta menciona que al conversar con los niños en consulta, muy pocos saben qué hacen sus padres. Eso no quiere decir que ya no anhelen el apego, sino que lo buscan en otras cosas.

Especialista en cuentoterapia y escritura terapéutica, Urquizo dice que el cuento nos permite acercarse al niño y hablar de temas difíciles, de esas emociones difíciles de nombrar y de reconocer. Ira, miedo, duelo, ansiedad.

El cuento permite que el niño vea lo que sucede con menos aprensión (“no me pasa solo a mí”), y que tenga menos ansiedad al identificarse con alguno de los personajes. Así podrá ver el problema con cierta distancia y buscar soluciones. “Le doy un nombre a lo que siento, empiezo a tramitar mis emociones y encuentro soluciones distintas”. (F)