En 1997, después de una agotadora gira promocional por tres continentes, me di cuenta de un fenómeno muy extraño: lo que había querido el día que destruí mi habitación parecía ser algo a lo que mucha gente también parecía aspirar. La gente prefería vivir en un asilo gigante, siguiendo religiosamente las reglas escritas por quién sabe quién, en lugar de luchar por su derecho a ser diferentes.