Por Fernando Endara | Antropólogo y docente de Literatura

A la Costa, Costumbres ecuatorianas del ambateño, Luis A. Martínez. Publicada en 1904, es una obra bisagra que representa una ruptura con el romanticismo precedente, y que siembra las bases realistas que sostienen el auge de la literatura del realismo social de la Generación del 30. Por supuesto, A la Costa no es una obra perfecta, sin embargo, sus méritos le asignan un lugar privilegiado en la historia de la literatura ecuatoriana, veamos sus pormenores.

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Además de escritor, el ambateño Luis Alfredo Martínez fue pintor, agricultor, montañista y político de corte liberal, ocupó varios cargos públicos y administrativos bajo la tutela de Eloy Alfaro, entre los que destacan teniente político de Mulalillo, ministro de Instrucción Pública y administrador del Ingenio Valdez en Milagro. Su estadía en la región Litoral le permitió conocer de primera mano la situación de los montuvios, algunas de sus costumbres y formas de vida; pero no pudo reflejarlas en su complejidad en la novela debido a su corta mirada clasista/regionalista. En este periodo enfermó de polineuritis malaria (como Salvador, protagonista de A la Costa), quedó paralizado y postrado en una cama; sin embargo, pudo recuperarse gracias a los cuidados de su esposa, Rosario Mera Iturralde, hija de su primo Juan León Mera, a quien dictó la novela A la Costa, durante la convalecencia.

Pintura de Luis Alfredo Martínez en el Museo del Banco Central de la ciudad de Cuenca (Ecuador).

La trama de A la Costa sigue la vida de Salvador Ramírez, serrano empobrecido después de la muerte de su padre y que, sin perspectivas de futuro, emprende el viaje a la región Litoral para trabajar en una cacaotera hasta encontrar una felicidad efímera en los brazos de su joven esposa, Consuelo.

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La novela está dividida en dos partes: la primera, la parte serrana, narrada en tono costumbrista, es muy crítica con la religión, relata la niñez, adolescencia y juventud de Salvador en su seno familiar: un hogar conservador ultracatólico que mira con desdén los desafíos políticos del nuevo siglo y que prohíbe a sus hijos, Salvador y Mariana, las relaciones con Luciano, joven liberal amigo del muchacho, que se convirtió en el primer amor de la hija. El carácter y el atractivo voluptuoso de Mariana no pudieron encerrarse en los dogmas y rosarios, escapó violenta para entregarse, antes de misa, a Luciano el prohibido; quien dudó, pero al final rasgó la membrana. Deshonrada frente a una sociedad machista, la muchacha se refugió en Rosaura, vieja alcahueta que detrás del disfraz de beata ocultaba sus intenciones embusteras: organizar encuentros sexuales entre sacerdotes y jovencitas. Mariana quedó atrapada con el célibe Justiniano, con el buen pastor que no dudó un instante en desafiar todo orden espiritual para violar a la pequeña, a la rosa tierna que quedó marchita. Después de la muerte de su padre, humillada, rota, perdida, Mariana siguió el camino, denostado por el autor, de la prostitución; Salvador, por su parte, luego de enlistarse, fracasar y decepcionarse del ejército conservador, desertó para tomar el rumbo A la Costa.

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En esta primera parte, luce a primera vista una de las virtudes del autor: su ira, su coraje para visibilizar y denunciar las injusticias que percibía a su alrededor. “Estamos ante algo que nunca hubo [en la novela ecuatoriana previa a Martínez]: indignación y pasión; cólera […] En Martínez la cólera se hace novela. He aquí la novedad. […] La cólera hará que esta novela sea precursora del relato ecuatoriano del siglo XX: el realismo social” (Rodríguez Castelo, 1984).

Una cólera que lo lleva a escribir: “La religión y la libertad, dos fantasmas engañosos que han tragado generaciones mil, sin haber podido nunca, ni la una ni la otra, enjugar las lágrimas de la humanidad”. Por supuesto, esta indignación surge desde su perspectiva liberal, por tanto, la Iglesia católica es atacada, al igual que sus ministros, oficiantes y practicantes.

Aunque Martínez buscó distanciarse de sus predecesores románticos, a través de un lenguaje directo, incluso violento evitando el lenguaje poético, no lo consiguió del todo debido a que el narrador de su novela regresa una y otra vez al romanticismo, al detallar y describir, no, al pintar los paisajes de la Sierra y de la Costa con palabras. Si bien la trama amorosa de la primera parte es un pretexto para desatar su rabia y criticar al “trasnochado romanticismo”, no postuló nada novedoso en torno a la mujer; al igual que en el romanticismo, la redujo a una criatura sin profundidad que se debate entre la santidad y la perdición, entre la virtud y el pecado, entre la pureza y el arrebato: una visión machista que dicta cómo se debe comportar una mujer y que condena a quien se sale de la norma, aún más, que estigmatiza la pérdida de la virginidad femenina como el peor de los tropiezos. Por eso Martínez se quedó en la bisagra del romanticismo/realismo, por su visión machista/conservadora de la mujer y porque en su faceta de pintor fue uno de los pocos exponentes del romanticismo pictórico ecuatoriano. Martínez no fue un escritor que pintaba, fue un pintor que escribía.

La segunda parte, más visceral y desgarradora, nos cuenta los pormenores de un Salvador desahuciado que termina como trabajador de la cacaotera “El Bejucal”, en la región más infernal de la costa ecuatoriana, donde el calor, las víboras, los mosquitos, la suciedad, las enfermedades y el salvajismo humano no dan tregua. Martínez pinta cuadros de costumbres que son verdaderos documentos históricos en torno al comercio, el transporte y la producción del cacao, detallando los pormenores de los procesos agrícolas y pintando la exuberancia del agro tropical, de sus nítidas aguas y de sus misterios.

Las concatenadas y contrastadas descripciones de los paisajes, las costumbres y las gentes de la Sierra y la Costa plantean una primera idea de país; ya no un conglomerado de haciendas y latifundios, ya no ciudades independientes y desconectadas, sino un estado nacional que aunque dividido por una cordillera, responde a un vínculo histórico y cultural. En palabras de Jorge Enrique Adoum, A la Costa es la “primera expresión de la voluntad de ver y explicarse el país”, un intento literario y político valioso, postulado desde la óptica de su época: una dimensión machista, clasista y regionalista que redujo a la mujer, al obrero, al trabajador, al agricultor, al campesino y al costeño a un objeto configurado para el uso y abuso del patrón blanco. Más allá de sus virtudes y defectos, A la Costa es la defensa de un proyecto político liberal para el Ecuador, que además de ser un producto y un reflejo de su tiempo (Sinardet, 1998), convocó a la búsqueda de un hombre nuevo en un nuevo espacio (con la muerte de Salvador muere el viejo Ecuador (Sinardet, La geografía cultural de Luis A. Martínez: espacios e identidad, 2020)), y mostró la soledad vital que acompañó a su autor, Luis Alfredo Martínez, en conexión con el espíritu de la naturaleza.

En efecto, una de las mayores virtudes de la novela es su descripción mágica y mística de los paisajes ecuatorianos que se pintan como fuerzas superiores e inalterables, ocasos que guardan la tragedia humana, horizontes de esperanzas, colores vivos, exuberancia y plenitud: un lirismo paisajista de elevación moral que conducen a lo sublime. A la Costa se ha ganado, con todo el merecimiento, su sitial como un clásico de las letras del Ecuador. Leed A la Costa porque la historia de América está en nuestras novelas y no en nuestros libros de historia. (O)