Cuando se habla de personas que trabajan para el Estado, algunos los llaman burócratas, otros les dicen funcionarios públicos, o empleados públicos, y no muchos en cambio usan el término de servidores públicos. Sin duda este último es el que más resalta la esencia real y única que un cargo público debe tener, que es servir a la comunidad que le paga su sueldo. La palabra burócrata se ha deteriorado por sus propios deméritos y se la termina asociando con la palabra pipón. El término funcionario público en cambio enfría su rol y lo eleva a un lugar mental que lo aleja de la pasión que un servidor público tiene que tener por su trabajo y por su pueblo. Un empleado público a su vez suena a aquellos que cinco minutos antes de la hora de almuerzo cierran en la cara de sus clientes la ventanilla, a quemarropa. Un verdadero servidor público no tiene otra razón de existir sino servir. Cuando un director general de Aviación Civil da a entender entre líneas que tiene el poder para cerrar la operación del aeropuerto de Guayaquil si no se hace lo que él pide en la disputa sobre quién debe resolver el problema de las aves cerca del aeropuerto, transmite más amor a su autoridad que a su pueblo. No se percibe en aquellas palabras que le importe mucho cerrar un aeropuerto crucial para la vida y el progreso de los guayaquileños. Cuando una Ministra de Transporte se desvincula del mismo problema afirmando públicamente que la responsabilidad de actuar de inmediato sobre el problema es de la compañía concesionaria del aeropuerto porque es la que lucra de su operación, pareciera cargar la cruz de una desmedida pasión por su ideología y no por su gente. Cuando un alcalde califica a una ministra de amargada en una entrevista radial, no transmite intenciones de solucionar nada sino más bien deseos de lucirse en el micrófono, como cuando alguien ubicado en el centro de una reunión social decide contar un chiste en voz alta. Pareciera que todos están más apasionados por mermar la imagen de un rival político que por resolver el problema, mientras los ciudadanos que pagan el sueldo de todos ellos siguen siendo testigos a diario de cómo van creciendo el peligro de una catástrofe aérea, la sedimentación del río, el islote y por su puesto la población de aves que hoy lo rodea. En estos días se vislumbran vientos de diálogo y de acuerdos entre partes involucradas, como si los funcionarios se hubieran transformado en servidores, tal como un huevo se transforma en pájaro.
Cuando un presidente se rehúsa a juntar esfuerzos con entidades municipales y desprecia su ayuda y sus recursos para combatir la acechante delincuencia, nos hace pensar que está más pendiente de su poder que de su deber, mientras los delincuentes se reproducen como gallinazos ya no en un islote sino en todo un país. Cuando un juez deja en libertad a un ladrón que ha sido apresado decena de ocasiones en el pasado, no muestra amor por nada ni por nadie, condenando con sus acciones a los ciudadanos –quienes pagan sus haberes– a vivir refugiados tras las rejas de sus propias casas.
Cuando escriben una ley que convierte al voto electoral en una obligación y no sencillamente en un derecho opcional, nos demuestran que más les interesa el voto electoral que el bienestar de quienes lo ejercen. Cuando las personas que logran acceder a puestos públicos lo hagan con el deseo real de servir, este será un país distinto. Sin tanta ideología, sin tanto piponazgo, sin tanto charlatán, sin tanta mala cara en las ventanillas, sin tanto folclore político y, principalmente, sin tanta corrupción.