La nueva Corte Suprema que está por nacer es la tercera que el Ecuador va a tener en pocos años. Al igual que las dos anteriores cortes, la nueva surge sobre manifiestas inconstitucionalidades. Sin embargo, a esta debilidad se ha sumado algo más grave. En semanas pasadas el país recibió con sorpresa y desagrado la noticia de que, salvo un minúsculo grupo de candidatos, la mayoría de los futuros magistrados obtuvieron malas o pésimas calificaciones en la evaluación que el Comité hizo. Una Corte como esta será una Corte casi sin autoridad.

Pero si lo anterior no fuese suficiente, se está pretendiendo dejar de lado el estándar de calidad bajo la bandera de una representación corporativa, de género o racial. El artículo 202 de la Constitución que se cita para dejar de lado el estándar de calidad no es aplicable a la actual situación, esto es, en la conformación de la “original” Corte.

¿Podrá la nueva Corte que comienza con semejante herida consolidarse, ganarse el respeto y sostenerse en el tiempo frente a los seguros vendavales que se vienen? ¿Cuánto tiempo durará una Corte como esta? Dada la vulnerabilidad con la que arranca, ¿no caerá rápidamente en manos de la partidocracia que a cambio de su “protección” le exigirá sumisión? Excepciones las hay, por supuesto. Y son muy notables. Pero las instituciones no las hacen las excepciones.

Una salida a esta encrucijada podría venir de los propios magistrados que están por posesionarse. Ellos podrían dar un giro de 180 grados si llegasen a proponer reformas integrales a la propia Corte y al sistema judicial no obstante que les afecten. Dichas reformas deberían contemplar la reducción del número de magistrados de treinta y uno a doce o máximo quince miembros. La eliminación de los conjueces. El traslado a ella del control constitucional. La adopción de un recurso similar “certorari”. La eliminación de la obligatoriedad de la Corte de resolver recursos de casación contra sentencias que han confirmado lo resuelto en la primera instancia. La adopción de un “recurso extraordinario de inconstitucionalidad” para vigilar la vigencia del debido proceso en la tramitación de las causas. La posibilidad de que en ciertos casos de trascendencia la Corte hable con una sola voz y no a través de salas especializadas.

Pero, por encima de todo: eliminar el juzgamiento penal de los altos funcionarios del Estado en manos de su Presidente. Con esto habría un botín político menos.
(Ya verán que la primera y única pregunta que le harán al nuevo Presidente de la Corte será: “¿Cuándo dicta la orden de prisión” en contra de tal o cual político?).

Una Corte cuyo primer acto sea proponer e insistir en una reforma como esta, la convertiría en la mejor Corte de nuestra historia, a pesar de su interinato. Sería el ejemplo de algo que tanta falta nos hace en el Ecuador: la renunciación frente a un interés superior. Suena utópico, es cierto. Pero la alternativa es otra crisis a la vuelta de la esquina.