Dicen que el tirón de orejas se produjo en un almuerzo en el mismísimo palacio y que eso explica la propuesta de enterrar las hachas de la guerra. Desde ese día el país ha podido conocer a un Presidente relativamente sosegado que ha eliminado de su diccionario las palabras guerreristas y ha dicho una y otra vez que deja el campo político para dedicarse a cosas que considera más importantes. Aunque sea a destiempo, nunca deja de ser positivo que la primera autoridad apague el fuego o por lo menos lo aleje de los tanques de combustible. Hay que esperar que le escuchen en primer lugar sus encolerizados seguidores que, tomando al pie de la letra eso de morir en el intento, interpretaron las disputas políticas como cosa de vida o muerte. Vida para ellos, muerte para los oponentes, como se vio en el ataque al local de Participación Ciudadana.

Igual origen parece que tuvo la reducción de la consulta a una pregunta. Es obvio que se trató de un intento de destrabar una situación que no tenía salidas por el simple hecho de que no había espacio para la negociación. Pero, si el objetivo fue ese, cabe preguntarse si en realidad se lo puede alcanzar por medio del mecanismo propuesto. La respuesta es negativa porque el camino de la consulta está lleno de incógnitas y, al final de todo, puede crear más problemas que los que trata de solucionar. Para comenzar, si se busca despolitizar el nombramiento de jueces no tiene sentido acudir a la forma más política que puede existir, como es la del voto popular, y peor aún dejarla como herramienta permanente para el nombramiento y la remoción. Basta pensar en que cualquier voto ciudadano debe estar precedido de candidaturas y campañas para asegurar que será la forma más politizada de constituir al supremo órgano judicial.

Además, acumular ocho preguntas en una solamente lleva a introducir confusión en los potenciales votantes. Nadie puede garantizar que el voto se defina por el objetivo central de despolitización cuando hay tantos elementos en juego. Lo más probable dentro de esa confusión es que la decisión se tome –como ha sucedido en las consultas anteriores– por afinidad o por oposición al Gobierno. Los resultados son previsibles frente a un Presidente que, según sus propias declaraciones, cuenta con el apoyo de tres de cada diez ecuatorianos. A esto cabría añadir las dudas que surgen de la utilización de colegios electorales, esa forma excluyente que tanto ensalzaba Mussolini y que todas las democracias han eliminado de su horizonte.

Pero, más grave que todo eso es la interrogante que se abre en torno al posible triunfo del no en la consulta. Entonces, a pesar del rechazo nacional y de que el propio Mandatario la ha calificado de temporal, se quedaría la Corte actual, todo volvería al punto inicial y sería demasiado tarde para pensar en otras soluciones. Es que los problemas no están en el contenido de las preguntas, sino que la consulta es una herramienta inapropiada.