La seguridad es un bien público al que no se puede renunciar, ni excluirse de participar, porque de este deber cívico depende la preservación del ambiente de orden, paz y desarrollo social, en el que se ejercen los derechos y libertades de la ciudadanía.

Dentro de este contexto, una demanda social pendiente en Guayaquil es el otorgar seguridad ciudadana, cuidando de la vida y los bienes de las personas, lo que “constituye el primer deber del Estado y, por lo tanto este tiene de inmediato que adoptar una política contundente, permanente y financiada en esta materia...” (EL UNIVERSO, 10 de junio del 2004). 

Con esta finalidad en el 2002, William J. Bratton luego de realizar un diagnóstico entregó un informe con varias recomendaciones, basado en la teoría de Willson y Kelling, de la “ventana rota”, que en esencia ataca a tiempo a las infracciones menores y se reducen las oportunidades de ocurrencia de los delitos mayores, y así se atiende a la demanda ciudadana que quiere que la Policía haga algo para reducir la delincuencia.

La estrategia de Bratton centra su accionar en la organización y la intervención policial, mediante un plan de seguridad piloto integrando a la Policía Nacional con la Policía Metropolitana y la Comisión de Tránsito con apoyo de la ciudadanía para la información y la denuncia.

La intervención policial, mientras tanto, estaba garantizada por la descentralización, zonificación y el uso de tecnología en comunicaciones, alarmas comunitarias y el mejoramiento del sistema 911.

La estrategia planteada es positiva para contribuir con la seguridad pública; es decir, para contribuir con las tareas de la Policía Nacional, de salvaguardar la integridad y proteger el patrimonio particular y público, por medio de la prevención y la intervención policial. No obstante, la estrategia necesita complementarse con la participación del Ministerio Público, bajo cuya responsabilidad se encuentra el cuerpo policial especializado para la investigación preprocesal y procesal penal, acusación y sanción de los infractores, así como del funcionamiento del sistema penitenciario y de rehabilitación social, elementos sustanciales para el tratamiento integral de la delincuencia.

Por otra parte, un plan de seguridad que busca proteger a las potenciales víctimas de los potenciales victimarios y que se orienta únicamente a las conductas delictivas de los individuos, corre el riesgo de caer en procesos represivos, con riesgos de iniciar una espiral de violencia en la que el exceso de uso de la fuerza termina en abusos, violaciones a los derechos humanos, saturación de las cárceles y una mayor tecnificación y uso de violencia delictiva, como han demostrado los resultados de la “tolerancia cero” en Nueva York, en la década de los noventa.

No se puede, asimismo, desconocer que la situación socioeconómica como la pobreza, indigencia, desempleo, abandono y violencia intrafamiliar, marginalidad, exclusión social, son factores de riesgo que tienden hacia conductas delictivas, por lo que deben ser consideradas en la prevención social del delito.

La seguridad ciudadana es responsabilidad esencial del Estado, de sus autoridades políticas, de sus organismos en los diferentes niveles administrativos y jurisdiccionales, centrales y descentralizados, con apoyo de la sociedad civil organizada.

Este deber y competencia del Estado se traduce en una política pública, que articule las diferentes estrategias institucionales, para tratar a la delincuencia en todas sus fases, de prevención, control, sanción y rehabilitación.

Las autoridades políticas organizadas en comités o consejos son las que deben coordinar y gestionar la seguridad ciudadana mediante planes locales, los cuales no admiten colaboración sino responsabilidad.