Debo ser una persona muy antipática para mis congéneres femeninas, porque cada vez que voy a la peluquería me enfrasco en un libro y no hablo con nadie. He conseguido el arte de la concentración por encima del zumbido del secador, los timbres de los celulares y las conversaciones ajenas. Pero, en ocasiones, las dialogantes le suben tanto el volumen a sus intercambios, que no puedo evitar enterarme del tema de sus intensas preocupaciones.

A pesar de que ahora no se puede dejar afuera a la clientela masculina que se descuelga de tanto en tanto en estos locales –reparen en cuántos exhiben el anuncio de ‘atención unisex’–, la mayoría sigue siendo femenil. Y allí estamos las mujeres de todas las edades y condiciones, convencidas de que es indispensable la buena cuota de tiempo y dinero semanal para lucir aceptables, si no francamente bien. Algunas ojean distraídamente las revistas al alcance, pero buena parte prefiere charlar a viva voz con quienes encuentre en iguales afanes.

El tema más reciente que cultivaron mis compañeras de espacio, fue el de los colegios de sus hijos. Y las opiniones que vertieron me han dado materia prima para meditar en la compleja relación padres de familia y establecimiento educativo. Lo primero que me impresionó fue la desconfianza y hasta rechazo que revelaban por las decisiones pedagógicas de los maestros que educan a los niños. Les parecía mal, por ejemplo, la carga de tareas y evaluaciones que imponían a los pupilos, mencionaron a niños cansados, con poco tiempo para dormir. O dejaron caer la terrible constatación de que les “toman las lecciones” y las saben muy bien (inclinándose por un tipo de educación memorística que feneció hace mucho tiempo).

Cuánto bache entre lo que se hace en la indispensable acción formativa del hogar y lo que se emprende, al parecer conscientemente, por profesionales, me dije. Si estas madres tienen razón y los niños están sobrecargados, hay error; pero si ellas se fastidian por los apoyos que los infantes requieren para hacer sus tareas, también hay error. Creo preferible el exceso de tareas al exceso de horas de indiscriminado consumo de televisión (y excepcionalmente se escucha a algún progenitor que se queje de ese vicio). Revelaron una pésima relación con los maestros y con los directivos, criticaron las políticas externas, los sistemas de evaluación, las instalaciones. Lo cierto es que resulta sorprendente esa actitud de clientes insatisfechos frente al colegio elegido para entregar el tiempo más importante del crecimiento de una persona.

Creo que los padres pueden ser integrados con planes específicos a los programas de los planteles educativos para que estén informados de las metas y los procedimientos, para que se conviertan en colaboradores de los maestros y no sean sus antagonistas. No hay nada más perjudicial para la imagen del profesor que el discurso hogareño que la subestima. El esfuerzo de educar debe florecer en la conciencia de todos los actores sociales, a pesar de que en nuestros tiempos el mayor maestro de la juventud se llama televisión y esperar reacciones de ella, resulte imposible.

Siento contrición porque pensé todas estas cosas y... me quedé callada.