Los resultados de algunas bienales, salones y exposiciones individuales o grupales hacen pensar que el arte de hoy, y en verdad el arte de los últimos treinta años, desecha, rechaza o se opone a la estética, por no decir que a la filosofía, habida cuenta que esta amparó a aquella y que en varios e importantes casos hizo del arte un formidable uso como ejemplo de sus definiciones y afirmaciones.

Ahora bien, lo que Platón y Aristóteles encontraron en los orígenes de la cultura griega, y en consecuencia del arte de Occidente, fue la existencia de normas, en definitiva de un canon que regía –o debía regir– la realización artística. De ahí en adelante nadie discutió la existencia de la estética, o lo que es lo mismo la existencia de las normas, sino, a lo sumo, la vigencia, aceptación o negación de algunas de ellas por razones de una creatividad acorde a un tiempo y al desarrollo del pensamiento.

El arte del siglo XX comienza cuestionando la belleza como culminación de la obra, como aspiración del artista, como logro absoluto de sus intenciones y pretensiones. Luego, como consecuencia inevitable, cuestiona la vigencia de las normas en relación con la obra. En suma, parece que ya no hay necesidad de una estética y se debe y puede producir al margen de ella.

¿Es posible esto, como algunos artistas creyeron en su euforia creativa? ¿El arte puede desembarazarse de las normas y erigirse en el espacio soberano de una libertad absoluta? ¿El artista puede hacer todo lo que piensa y desea sin sujetarse a una normatividad cualquiera?

El arte tiene una indiscutible función social, pues se lo produce para los demás y no solo para uno mismo, y si constituye necesidad y satisfacción para quien lo realiza es, entre otras cosas, porque lo entrega a los demás, es decir a la comunidad de la que forma parte. Como la sociedad posee y establece valores, el arte no puede desentenderse de ellos.

Se entiende el cuestionamiento de la belleza como máxima aspiración de la obra y punto culminante de una estética –la griega, la renacentista, etcétera–. Pero, en verdad la griega fue una apreciación estética con vigencia en esa cultura y no necesariamente en otras, la medieval, por ejemplo. Quiero decir que una cosa es pensar la estética como disciplina normativa y otra, muy distinta es pensar que solo exista una dirección en ella.

Crear es aplicar una normatividad, cualquiera que esta sea. Porque no hay obra alguna sin un orden interno y externo. Ese orden existe aun en los casos en que no es visible y predomine la apariencia del desorden. Lo otro es el caos, la gratuidad, la inexistencia de la obra, la negación del arte.

No hay, pues, la ansiada libertad absoluta en la realización artística. Lo que hay es el rechazo a cierto tipo de normatividad que impulsa al artista a trabajar la forma y el contenido materia de su expresión y comunicación de modo diferente a las que en un momento dado rigen.

El arte no está contra la estética sino contra una estética determinada, y más contra unas normas que, en algún caso, el artista desestima por razones de busca o de experiencias propias. Estamos en el reino de los principios individuales en que cada cual hace su propia apuesta. Estas no siempre son felices. Más de una vez concluyen siendo actos fallidos.