En su última aparición a caballo por algún pueblo, el Presidente volvió a prometer caminos, puentes y energía eléctrica. Pero, siendo todas esas obras necesarias, hay una que –en esta hora de desconcierto– se ha tornado todavía más urgente: la de restaurar la paz. Ojalá el Presidente –asumiendo su postergado papel de conductor– se despojara para siempre de su lenguaje guerrerista y mantuviera firme su reciente convocatoria a la sensatez.  Ojalá el Presidente hiciera en su entorno los correctivos necesarios para frenar tanto abuso, tanto cinismo y tanta desafiante prepotencia. Ojalá el Presidente se alejara –como lo ha prometido– de la tentación de caer en las provocaciones.

Ojalá –con su ejemplo– invitara a todos a bajar el tono. Porque –lo hemos comprobado con angustia– las palabras se están quedando cortas.  El término ladrón al que recurre alguien para calificar a otro, recibe como réplica el de narcotraficante. Al de calumniador, le sigue el de psicópata. Al de pillastre, plastón o resentido, el de asesino.  Y entonces, cuando ya no se halla en el léxico cómo zaherir más al oponente, o cuando se comprueba que las diatribas –de tan reiteradas– no hacen mella, se echa mano a otros recursos más aviesos.

Y así –atónitos– comprobamos cómo la palabra muerte se transmuta en acción: en la acción de matar. Si ya se ha iniciado este juego perverso que como secuela va dejando tanto dolor y tanto llanto, es hora de, desesperadamente, procurar acabarlo. Entonces, que vaya a caballo el Presidente por los pueblos con una nueva promesa: la de paz. Porque la paz resulta aún más necesaria que los puentes, que los caminos, que la energía eléctrica.

De prolongarse más esta hora tortuosa, los caminos solo nos llevarán al cementerio, los puentes solo nos servirán para cruzar el corto trecho que nos conduce hacia la nada, la energía eléctrica solo será útil para alumbrar los cadáveres regados en las calles. Que vaya el Presidente y grite esa palabra que tiene las últimas tres letras que quedan para aferrarnos a la esperanza: paz. Que vaya a caballo el Presidente y pregone que él es un militar que ha emprendido la más feroz batalla por la paz, y ejercite él lo que acaba de pedir a los demás: reflexionar antes de hablar. Que vaya a caballo el Presidente y, poniendo en juego las estrategias aprendidas en sus horas de cuartel, desarme el campo minado de la batalla verbal que ayudó a activar.