Soy reacia a utilizar la expresión “cultura de la violación” porque el primer término reduce la ignominia que señala el segundo, sin embargo, expandida por el feminismo para visibilizar la preminencia de la violencia sexual contra las mujeres, lo traigo a esta columna, dada la necesidad de que los fenómenos sociales tengan su propio nombre. Además, no puedo discutirle a la escritora Joyce Carol Oates que titule con ese sustantivo una de sus novelas.

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Violación (2004) se publica en español recién en 2022 y, antes del MeeToo recoge con detallismo un ataque grupal a una mujer que la noche del 4 de julio, fiesta estadounidense, comete el “error” de cruzar un parque con su hija de 12 años y es violada implacablemente por seis jóvenes, borrachos y drogados. Cosa especial, todos son muchachos vecinos que las conocen y han mirado desde lejos sus andares de viuda guapa y coqueta. Desde allí, la novela empieza a elaborar las opiniones (¿para qué salió en la noche?, ¿por qué se vestía con ligereza?, ¿cómo fue capaz de sacar a su hija tan tarde?) que culpabilizan a la víctima. Este proceder es común en sociedades de entronizado machismo, en las que los varones parecen tan susceptibles a la atracción y, sin control, caen sobre los cuerpos femeninos que los “provocan”, criterio que es esgrimido por madres y hermanas de los agresores.

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Oates se luce en mostrar el desmoronamiento de la víctima a partir de dolorosa convalecencia en el hospital, la chismografía del pueblo y la audiencia legal a la que tiene que asistir para testificar en contra de los sospechosos. El segundo puntal de la novela es la crítica al sistema de justicia de su país, donde un abogado hábil puede girar la rueda de la culpabilidad de los facinerosos hacia atacantes no localizables. Cuando parece que ya no habrá juicio porque la víctima no tiene fuerzas para vivirlo, un tercer personaje ejecutará acciones que reabrirán el legado cultural y violento del ojo por ojo y diente por diente.

Es imposible leer esta novela sin la sensación de cercanía. La educación de las niñas y jóvenes exige hoy encajar las piezas de la autonomía, los derechos y los cuidados, como si fuera posible ser libre vigilando por dónde caminar, cómo actuar en las aulas y oficinas, cómo divertirse sin ser carne de todo tipo de agresiones. La cadena de acciones naturalizadas por los comportamientos sexuados es muy larga y está llena de márgenes imprecisos. A veces, los piropos encubrieron procacidades, los ascensos se ofrecieron sin tomar en cuenta méritos auténticos y los conquistadores sostuvieron que el “no” quería decir “sí”.

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He enumerado hechos casi sofisticados. La brutal violación es más directa y cruda: la realiza el abuelo, el tío, el primo, el padrastro, en los rincones del hogar y cada vez a más temprana edad, a costa de amenazas y sembrando pánico en niñas que solo son conscientes del horror cuando constatan sus embarazos. El calvario del silencio sobre algo que no se puede ocultar estalla frente a madres sorprendidas. Exige una intervención de la ley. Pero también ese proceso arroja a las víctimas a la vergüenza de las revisiones médicas y las denuncias. Ese ultraje arrebata la infancia y la pubertad, convierte el cuerpo de una mujer en su propio enemigo. Nuestra sociedad debe militar contra la violación. (O)