Mañana, se supone, es día para visitar y rememorar a aquellos que nos precedieron en el viaje al infinito. El humano es el único animal que entierra a los muertos, al hacerlo pone en evidencia su conciencia de la muerte. Me pregunto, si los animales no existiesen, ¿podríamos captar ciertas cualidades humanas como la libertad? Las incapacidades de nuestros parientes biológicos parecen la referencia necesaria, el contraste adecuado, para resaltar y comprender nuestras posibilidades, como la percepción del tiempo. Los animales viven en la prisión de un eterno presente. Toda la historia que necesitan y todo el futuro que les espera están en su genética, presionando a través de las pulsiones del instinto. Borges dice en El otro tigre, que para este animal “en su mundo no hay nombres ni pasado/ni porvenir, solo un instante cierto”. O como explicó otro pensador, cada tigre estrena, cada instante, su condición de ser tigre. En cambio, el humano responde a un pasado personal y a una herencia colectiva que gravitan sobre él, sin determinarlo. El pasado no fue, es en él, pero no lo obliga, lo que entre otras cosas significa que es capaz de intentar no repetirlo. Por delante se le abre el futuro, un libro en blanco que cada uno tiene que escribir de manera indelegablemente individual.

Así surge el proyecto, el humano no actúa al impulso instantáneo del instinto, sino que idea su futuro, lo realiza, lo hace cosa. La elaboración anticipada en el pensamiento de una acción es el proyecto. Proyectar significa lanzar hacia adelante. Contra la moda, de origen oriental, de “vivir el presente”, retomemos la visión occidental, originalmente judía y griega, de construir el futuro. La satisfacción estable con lo logrado en nuestro proyecto de vida es la felicidad. Los animales, e incluso los niños, no son felices, están contentos con el instante o se sienten infelices cuando pierden las causas de su alegría momentánea. No se puede ser feliz “viviendo el ahora” infantilmente... o animalmente.

La certeza de esta situación es la clave de nuestra libertad, el porvenir abierto a nuestras decisiones y a las consecuencias de estas, con el límite incierto de la muerte. Saber que moriremos, por muchas flores que se pongan en el altar de las Parcas, es un horizonte indeseable, pero insoslayable. Sin embargo, ese aciago momento otorga sentido a la acción y finalmente a la vida. Las cosas tienen que hacerse hoy porque moriremos mañana. Por eso es importante la incertidumbre del momento de la muerte. Moriremos, pero no sabemos cuándo, la vida es urgente, el proyecto tiene sus tiempos impostergables. Saber el plazo de nuestra existencia sería la causa de gravísima infelicidad a medida que se acerca el término, y al mismo tiempo quitaría toda urgencia, todo valor, toda emoción a la vida. Jamás nos “jugaríamos la vida”. Los proyectos que concluyeron los difuntos, solo ellos supieron en qué medida se realizaron, solo ellos conocían el monto de su felicidad, que solo puede establecerlo cada viviente y es otra de las cuestiones abiertas en nuestra existencia, dando una nueva dimensión a nuestra sagrada libertad. (O)