El mundo actual asiste a un cambio aparentemente irreversible de los centros geográficos en donde el poder económico, la capacidad tecnológica y la concentración política pone en cuestión la idea de denominaciones regionales como Occidente, Oriente o Sur Global.

Desde el siglo XVI la historia humana se caracterizó por la expansión de las potencias europeas que se proyectaron en toda la tierra alrededor de dinámicas colonizadoras. La superioridad tecnológica producto de la dinámica expansiva de esas economías permitió el establecimiento de enclaves y la sumisión de sociedades en lo que ahora son las Américas, África, Indostán, el lejano Oriente y el Mediterráneo; en fin, todos los lugares en donde hubo civilizaciones que pudieran usarse para la extracción de riquezas, incluyendo el tráfico de esclavos, fueron ocupados.

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El proceso no fue, sin embargo, el resultado de la maldad o bondad intrínseca de subordinados o dominadores, sino un lento despliegue de dinámicas económicas sustentadas, a veces, en una moral que se desprendía de las creencias religiosas y del orden jerárquico doméstico de las sociedades occidentales.

Lo que ahora llamamos Occidente nunca fue una unidad política armónica e integrada. Sus culturas, y las naciones que las representaban en la modernidad, no dejaron de combatir ferozmente entre ellas hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. No hubo un proyecto civilizatorio y colonial común, racionalmente diseñado en los últimos cuatro siglos, sino políticas de expansión caóticas y competitivas. Ese Occidente, construido como un demiurgo civilizatorio conspirativo, que aparece en algunas versiones ideológicas críticas del colonialismo, nunca existió. Fue más bien un conjunto desordenado de ambiciones disparadas por las capacidades tecnológicas, militares y económicas de una multitud de actores nacionales y locales, ubicadas en la cuenca del Atlántico Norte, lo que se proyectó globalmente. El hecho cierto es que en los últimos dos siglos esas economías fueron el centro indisputable del poder internacional. Ese tiempo está terminando.

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Solo seis de las diez más importantes economías globales se encuentran en el Atlántico Norte y la tendencia es la diversificación. De ellas, apenas dos, forman parte de las cinco sociedades más industrializadas del mundo: Alemania y Estados Unidos. China, Japón e India son las otras; no tan lejos está Corea del Sur, Francia el Reino Unido, y más lejos Italia, Rusia, Brasil y México. En este orden de cosas hay tres hechos que parecen evidentes: el primero de ellos es que en el mundo contemporáneo no hay un solo “centro” económico, sino al menos dos, ambos heterogéneos, ubicados en el Atlántico y el Pacífico, pero dispersos espacialmente. En segundo lugar, es absurdo, a menos que el uso sea político, hablar de Occidente como un todo integrado, así como de Oriente o el Sur Global. Ni los Estados Unidos, ni China los representan ni los subordinan. El tercero, el centro económico geográfico no es necesariamente una unidad imperial. Trump no alcanza a Carlos V, Xi tampoco es Genghis Kan, y América Latina no es una sola. El nuestro es un mundo desordenado en disputa, sujeto a muchas incertidumbres. (O)