Queremos un Estado de derecho y respeto a las instituciones. Pero también queremos un gobierno que pueda solucionar los problemas de la población. Queremos vivir en un país seguro, donde poner un negocio no sea sinónimo de ser extorsionado ni salir a pasear implique el riesgo de ser víctima de un robo. Pero también queremos conservar nuestras libertades personales y que se garantice nuestra intimidad. Queremos jueces independientes que no se sometan a presiones políticas. Pero también queremos que nueve sujetos no tengan poderes omnímodos para imponer sus creencias personales sin límite alguno. Queremos unas fuerzas del orden contundentes contra el crimen. Pero también queremos leyes que nos protejan del abuso del poder.

Los filósofos de Occidente tardaron siglos en concluir cuál debía ser la mejor forma de gobierno. Desde Aristóteles hasta Montesquieu. La monarquía debía descartarse porque el poder absoluto de un solo individuo conduce, inevitablemente, a la corrupción y al abuso. La aristocracia —el gobierno de una élite— debía rechazarse porque supone la imposición de un grupo pequeño sobre las mayorías. Y la democracia, entendida como la participación directa de todos los ciudadanos en todas las materias, también resultaba peligrosa, pues podría derivar en desgobierno o en la tiranía de la mayoría.

Corte reincidente

La conclusión de los fundadores de los Estados Unidos fue la búsqueda de un equilibrio. Un poder Ejecutivo para administrar y ejecutar políticas públicas. Un poder Legislativo para expresar la voluntad de la mayoría. Y un poder Judicial para que las leyes se cumplan al margen de las decisiones políticas o del vaivén de las mayorías.

Para que estos poderes coexistieran sin que ninguno abusara del otro, se diseñaron mecanismos de control mutuo: los llamados pesos y contrapesos. El poder Legislativo elaboraría las leyes, pero también tendría la capacidad de destituir al presidente o a jueces federales mediante juicios políticos. El poder Ejecutivo administraría, pero también podría vetar leyes y nombrar jueces. Y el poder Judicial resolvería disputas legales, pero también podría declarar la inconstitucionalidad de leyes o actos del Ejecutivo.

La historia de nuestro país es, en cambio, una historia de irrespeto al equilibrio constitucional. En los primeros años, los presidentes con frecuencia se sentían atados por los contrapesos legislativos o judiciales y buscaban romper el orden democrático para gobernar en dictadura. Con el retorno a la democracia, los partidos políticos se adueñaron del Congreso o de las cortes, y desde allí se gobernaba o se destituía al presidente de turno. Luego vino la arremetida del correísmo, que consistió en tomarse todos los poderes para gobernar sin contrapesos desde el Ejecutivo.

Semilealtad

La figura de la Corte Constitucional también representa un desequilibrio institucional. Si sus jueces se hubieran ganado legitimidad tras décadas de actuación imparcial, o si se hubieran limitado a analizar la constitucionalidad de leyes y actos del Estado, hoy no estaríamos discutiendo su papel. Pero desde su conformación, esta Corte ha optado por hacer política y activismo. Y el verdadero problema es que no existe poder alguno que la equilibre ni nos proteja frente a sus posibles excesos. (O)