Fuera del recorrido de las cuatro grandes ciudades italianas –desde Roma a Milán, Florencia o Venecia– Turín mantiene un atractivo discreto que sorprendería a más de un visitante. Su fama de ciudad empresarial y de altas finanzas, convive con su tradición en el mundo de la edición y su prestigio cultural. Entre sus nativos –o que se educaron y trabajaron en Turín– hay escritores como Gramsci, Cesare Pavese, Natalia Ginzburg, Primo Levi, Italo Calvino, Umberto Eco, Guido Ceronetti o Gianni Vattimo. Aún hoy, en medio de una ciudad con zonas modernas, queda parte de la monumentalidad renacentista y barroca de los Saboya, y un marcado estilo neoclásico, con sus calles céntricas con amplios pórticos que la hacen idónea para caminar. Simétrica y monumental, Nietzsche residió allí varios meses antes de su crisis mental y escribió que Turín que era una ciudad sólida. Hay cafés antiguos que mantiene el carácter de su época con la misma decoración venida a menos pero todavía viva, como el Fiorio, en Vía Po, que data de 1780, donde pasaron Mark Twain o Herman Melville, y que Nietzsche frecuentaba. Para mí Turín siempre fue la ciudad de Cesare Pavese, el melancólico y talentoso escritor, factótum de la editorial Einaudi en sus comienzos, gran ensayista y traductor de literatura norteamericana. A los veinte años, en una época en que me había volcado a leer diarios de escritores para saber cómo se forja un escritor, cayó en mis manos El oficio de vivir. El diario de Pavese tiene uno de los finales más dramáticos, cuando escribe: “Nada de palabras. Un gesto. No escribiré más”. El 27 de agosto lo encontraron muerto en una habitación del Hotel Roma, junto a la plaza Carlo Felice, en el centro de Turín. En la prosa de Pavese siempre hubo una distancia cautelosa, rítmica, precisa, sea en sus cuentos y en sus novelas. Lo leí en ediciones de bolsillo de Bruguera, las únicas asequibles en Guayaquil, y solo tiempo después pude conseguir sus textos en idioma original para sorprenderme con la suavidad y ritmo de su prosa. Por casualidad, cuando leía la edición italiana del diario en un parque romano, una anciana encantadora al verme leerlo me hizo conversación. Ella lo había conocido –se llamaba Valeria Montesi, fue periodista y poeta– y solo alcanzó a decirme que Pavese siempre interesaba a los jóvenes. Tenía razón. Con el paso de los años, Pavese quedó atrás, salvo en sus ensayos y en su extraño libro Diálogos con Leuco, una especie de coloquios brevísimos entre figuras de la mitología.
Llegar a Turín fue un reencuentro con Pavese. Aunque viajé con familia, sin explicarles el motivo nos hospedamos en el mismo Hotel Roma que aumentó su nombre a Hotel Roma y Rocca Cavour. Este antiguo hotel del siglo XVIII, está muy bien conservado y resultó práctico y cómodo, con habitaciones de techo alto, y céntrico. El escritor Pierre Adrian publicó en 2024 una novela con el nombre del hotel donde aborda los últimos días de Pavese. No la he leído todavía. Pero en la difusión editorial dicen que fue en la habitación 49 donde ocurrió el final del escritor. Yo tenía otra información: fue en la 346. Yo me hospedé en el segundo piso. Subí al tercero y me acerqué a la 346. Estaba al final del pasillo. No pedí en recepción que me la abrieran. Me quedé frente a la puerta. Me pregunto qué era lo que yo buscaba. Quizá era la habitación equivocada.
En Turín también busqué la casa donde residió Nietzsche en sus últimos meses de crisis mental, que estalló el 3 de enero de 1889 y que lo mantuvo en un estado de locura durante los diez últimos años de su vida. Por supuesto, pasé por el café Fiorio, entre las decenas de casetas de libros de la vía Po. Era pleno verano. La melancólica Turín tenía un cielo soleado sin nubes, el aire cálido y las heladerías llenas de turistas. Quizá eso inmunizaba su melancolía. En cualquier caso mi pregunta vuelve sobre las sombras que yo perseguía. Se llama fetichismo literario. Siempre lo he tenido. Soy asiduo a ubicar direcciones, casas, cementerios de poetas y novelistas que admiro. Sobre el fetiche escribió Freud pero me interesa el retorno al tema que hizo Giorgio Agamben, cuando señaló en Estancias que la melancolía del fetiche es una manera de apropiarse de un objeto perdido cuando nunca se lo ha poseído. Un procedimiento fantasmático. Lo cierto es que no saqué nada en claro de mi fetichismo literario. Turín se mostraba llena de vida, con un museo egipcio magnífico y librerías repletas de obras estupendas. Al lado de la casa donde vivió Nietzsche está la librería Luxemburgo, donde encontré toda una estantería dedicada a uno de mis sellos italianos favoritos: Adelphi. Solo tomé un libro: la traducción que hizo Pavese de Moby Dick, la oscura novela luminosa de Melville. Y aunque venía semanas atrás releyendo los últimos libros de Nietzsche, sobre todo Ecce Homo y el estupendo libro de Lesley Chamberlain, Nietzsche en Turín, no había leído El crepúsculo de los ídolos. Probablemente esas sombras que uno persigue en los fetichismos literarios le dan cuerpo a ese mundo de la mente en la que los autores se desenvuelven y que visitamos con la imaginación. Ver sus manuscritos, conocer sus lugares, revivir lo que uno no ha vivido pero su talento desbordó en sus situaciones vitales muy particulares, incluso dramáticas, los encarna. También las exorciza, les da dimensión humana. No quise entrar en la habitación de Pavese, pero tampoco pude hacerme a la idea de Nietzsche lanzándose, supuestamente, en su crisis, al cuello de un caballo en una plaza próxima a su casa turinesa. Quizá esas sombras nos llevan a un plano terrenal, falible, para aprender a tomar una parte de sus palabras y no todas, siempre su talento en primer plano, pero también esa humanidad que necesita empatía, y la invitación a seguir leyéndolos, porque no se agotan y perduran a pesar de su sombra. (O)