El pasado 3 de junio, la Asamblea Nacional del Ecuador aprobó una reforma constitucional que permitiría el establecimiento de bases militares extranjeras en territorio nacional. La propuesta fue respaldada por 82 votos a favor, 60 en contra y 6 abstenciones. Impulsada por el presidente Daniel Noboa, esta medida busca fortalecer la cooperación internacional en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado. Ahora, la reforma deberá ser ratificada mediante un referéndum nacional, cuya fecha aún no ha sido fijada.
La decisión ha reavivado un antiguo debate en el país: ¿qué entendemos por soberanía? Para muchos críticos, la reforma representa una peligrosa cesión de control territorial a fuerzas extranjeras. Temen que se convierta en una “puerta abierta” para una injerencia directa, especialmente por parte de los Estados Unidos, en asuntos internos del Ecuador. La historia latinoamericana está plagada de ejemplos en los que la presencia militar extranjera degeneró en dependencia, pérdida de autonomía y conflictos sociales.
Sin embargo, más allá de los argumentos ideológicos, vale la pena cuestionar con honestidad cuán soberanos somos realmente en este momento. En las últimas semanas, once miembros de nuestras fuerzas armadas fueron emboscados y asesinados en un operativo contra la minería ilegal. En marzo de este año, se registraron 831 asesinatos, elevando el total a 2.361 homicidios solo en el primer trimestre, lo que representa un alarmante aumento del 65 % en comparación con el mismo periodo de 2024. Las “vacunas” se han vuelto tan comunes que, en algunas zonas, se perciben como un impuesto más, al mismo nivel que el IVA o el impuesto a la renta.
La verdad es incómoda: no estamos enfrentando una delincuencia común, sino a organizaciones criminales transnacionales, bien financiadas, con armamento de grado militar y redes que se extienden hasta los niveles más altos del Estado. En muchos sectores del país, estas mafias han desplazado de facto al Estado, imponiendo su ley con violencia, intimidación y corrupción. ¿Podemos hablar de soberanía cuando el poder real ya no está en manos de nuestras instituciones?
Aceptar ayuda internacional no debe ser interpretado como una rendición, sino como una medida pragmática y urgente ante una situación que nos sobrepasa. La cooperación militar puede ser parte de la solución, pero no debe ser el único frente. Es indispensable que dicha colaboración se extienda al ámbito judicial. Fiscales y jueces extranjeros, sin vínculos con las estructuras criminales locales, podrían aportar independencia y eficacia en la investigación y sanción de delitos relacionados con el narcotráfico. En un país donde la justicia ha sido severamente infiltrada, delegar ciertos procesos a jurisdicciones extranjeras podría marcar la diferencia entre la impunidad y la restauración del estado de derecho.
No se trata de claudicar, sino de sobrevivir. Y para ello debemos ser lo suficientemente valientes para reconocer que, hoy por hoy, solos no podemos. (O)
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