En este rincón de Europa donde sabe Dios por qué vivo, ya se van llenando las calles de hojas secas arrastradas por voraces vientos, ya nos agarraron desprevenidos las primeras lluvias de otoño encharcándonos los zapatos y el ánimo, ya la traslación de la Tierra se va tragando las horas de luz que nos regalara el verano. Es natural la tristeza si al mirar el cielo notamos que desaparecieron los colores (no, señores, el gris no es un color). Pero basta una caminata por el parque para reconocer que el abanico de la luz está ahora desplegado sobre la tierra: entre el verde y el café se abren infinitos los tonos ocres, y si recogemos una castaña y la observamos latir sobre nuestra palma abierta, descubriremos que el color castaño es una sinfonía de pigmentos.
Enamorada pues de esta melancolía otoñal, siento que he traicionado mis raíces ecuatoriales. Esas que aprendieron a ser fieles a la certidumbre de que tanto la luz como la oscuridad duran 12 horas. Mis raíces andinas deslumbradas con los colores de mediodía soleado o emponchadas en un manto de niebla tan denso que hacía imposible incluso decir “estoy triste”: el silencio inmenso de los Andes que todo lo abarca. A veces pienso que no se puede conocer el verdadero significado de la palabra “silencio” sin haberse encontrado solo en medio de un páramo rodeado de pajonales y colosos de roca, arena y nieve.
¿Por qué hablo del clima como si fuera la cosa más importante del mundo? Desperdicio mi tiempo describiéndolo y romantizándolo, dándole vueltas a un asunto tan mundano. Derrocho el tiempo de mis generosos lectores llenándoles la cabeza de fantasías mientras arde el mundo donde tenemos ambos pies, o al menos así lo pintan esas cataratas de comentarios, imágenes, titulares que invaden nuestras pantallas, distrayéndonos, cuando no son los mensajes saltando como piojos sedientos de persona en persona, cientos de conversaciones paralelas con amigos y familiares y conocidos y desconocidos, privadas y grupales, necesarias e innecesarias. Tanto ruido. Todo el tiempo.
Hablo del clima porque es una de esas cosas que sentimos con la piel y el corazón, algo que nos conecta con la naturaleza y con los otros, algo que experimentamos en la soledad de nuestra percepción y en la colectividad de la geografía compartida. Siendo algo “externo”, lo internalizamos y traducimos emocionalmente. El clima es una banda sonora que determina los sentimientos y la vida: un aguacero te obliga a buscar refugio, un sol que acaricia te lleva de la mano al bosque, la humedad tropical suaviza los andares.
Oficial del ICE que agredió a una mujer ecuatoriana fue despedido
Si no describiera mis pasiones otoñales tendría que invocar un relámpago divino que castigara a los agentes de ICE que en Nueva York agredieron a una compatriota frente a sus hijos. Si no convirtiera el viento en literatura me arrebataría el huracán de risa furiosa que estalló cuando escuché a Trump anunciar en la ONU que aquellos países que no siguen su ejemplo de crueldad en el tema migratorio “se van a ir al infierno”. Si no hablara del clima, hablaría quizá del paro nacional y entonces me lloverían insultos, lo cual me llevaría (oh, círculo vicioso) otra vez a hablar del clima. (O)