Brunch es una palabra ya admitida en el diccionario de la Real. Denomina a una comida que se toma no tan temprano como el desayuno (breakfast) sino un par de horas después, acercándose al almuerzo (lunch). Los dos términos ingleses citados se combinan en el neologismo con el que empezamos este párrafo, a diario los angloparlantes crean nuevos vocablos de esa manera. Bueno, invitado a un brunch, en el que se pueden armonizar viandas propias de la mañana temprana con otras que se suelen servir al mediodía, degusté un coctel “mimosa” con maracuyá, cebiche de camarón y pan de cacao mientras ramitos de rosas y alelíes esparcían su aroma. Todo hecho con productos nacionales. Son materiales para el deleite, no simplemente para conservarnos la vida, sino para disfrutar de ella, es decir, para “darnos la gran vida”.

Ecuador es pródigo en la producción de este tipo de insumos, pero además tiene bellísimas playas cercanas a montañas nevadas; selvas lujuriantes con fauna y flora exóticas; con 50 siglos de arte plástica coherente, sea en finos hallazgos arqueológicos, sea en templos esplendentes; a lo que hay que añadir, entre muchas más cosas con esas características, la sarta de joyas geológicas y biológicas que son las islas Galápagos. Todo visitable los doce meses del año. Este país parece un edén diseñado para el placer y la alegría. Pero este ameno haz oculta apenas un envés torvo y terrible, violento e inconforme, peligroso y feo.

¿Cómo fue que transformamos el paraíso en un infierno? Primero preguntémonos si este territorio fue alguna vez un paraíso. No. Antes de disponer de petróleo en cantidades exportables, la pobreza era muchísimo mayor, las tasas de analfabetismo, desnutrición y mortalidad materno-infantil, entre otros indicadores vitales, eran incomparablemente peores. Este nunca ha sido un país seguro, en especial sus ciudades. Las lacras sociales mencionadas y otras afines no han desaparecido del todo y en el caso concreto de la seguridad, el empeoramiento, sobre todo en los últimos quince años ha sido brutal, con un incremento desmesurado de la violencia.

Decir qué aspectos deben arreglarse es ocioso. Cualquier ser humano medianamente inteligente se dará cuenta de que tenemos que mejorar la movilidad social, la calidad de la educación y poner coto al crimen, entre decenas de otras situaciones monstruosas. El asunto es cómo. Y espanta que la inmensa mayoría de la población no piense en ese cómo. El ecuatoriano promedio considera que lo importante es que le pavimenten la calle de su casa, en el resto no ha pensado y si se le ha ocurrido, no le importa. Otras personas, o las mismas media hora después, encuentran que lo fundamental es castigar con “mano dura” (¡maldita expresión!) a los que atracaron fondos públicos y amputar las extremidades a los delincuentes. Las risibles “soluciones” son una serie de medidas inconexas y de obritas intrascendentes, sustentadas en ideas vacías. El gran problema es que no sabemos qué país queremos ni a dónde vamos. Mientras no hayamos contestado esos interrogantes permaneceremos hundidos en el atraso, la fealdad y la tragedia. Más que dañar, el país lo perdimos. (O)