Para poner una guinda en el placer de conocer en vivo a los escritores, pasa esta semana por Guayaquil Gustavo Rodríguez, autor peruano de ocho novelas y un libro de cuentos, a más de volúmenes para niños. Es un dato feliz, porque en los dos años anteriores nos perdimos de recibir a Guillermo Arriaga, Pilar Quintana y Christian Alarcón, premiados como este huésped con el importante galardón español, que reconoce méritos a una novela sobre cientos de participantes. Tal vez haya algo de fetichismo en el alimentado gusto por ver y escuchar a un escritor, pero confieso que voy hacia un libro más acicateada cuando he pasado por esas experiencias.

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Ahora se trata de Cien cuyes. Me atrapó la duda cuando pensé en el casi críptico titular para quienes no pertenecen a la cultura andina, donde estamos familiarizados con esos roedores, que se cultivan para el consumo e ingesta. Pero como tenía que ser, en ese nombre hay una clave de sentido que se comprende interpretando la novela. La historia se inserta en una preocupación contemporánea por la ancianidad solitaria y casi desvalida –a los padres nada les asegura que sus hijos se encargarán de cuidarlos– que tiene que ser asistida por una empleada, campesina migrada a la gran ciudad. La novela es muy peruana, nos hace movernos por Lima y sus inmediaciones, por calles y barrios con nombres precisos y con algunos guiños a los escritores del país y sus obras –¿cómo olvidar, por ejemplo, que con palabra callejera se tituló en primera instancia Los cachorros, pieza corta de Vargas Llosa?–.

No solamente los niños pueden inspirar ternura, también estos viejos con almas casi visibles...

A impulsos de valiosas imágenes (admirable puntería de los símiles), la historia avanza de personajes individuales a personajes casi grupales. Los Siete Magníficos constituyen, en el ancianato, un núcleo vivo que se agrupa para pasar el tiempo bebiendo manzanillas y conversando sobre cine –poderosa veta que ilumina con alusiones a películas que la mayoría llevamos en la memoria–. Los diálogos fluyen llenos de ocurrencias, y esos seis hombres y una mujer se hacen compañía en medio de un entendimiento soterrado y gracioso.

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Naturalmente, la idea y el hecho de morir está presente en medio de una acuciosa reflexividad que no se torna derrotista. Nacemos para morir, caminamos con una lenta conciencia de ella en la medida en que el tiempo nos devora y, si nos topamos con gente buena en el ocaso, el adentramiento en esas aguas puede ser una especie de obra de arte, un dulce apagamiento, como pasa con un personaje que oye jazz hasta en sus últimos minutos.

Es natural que los autores miren hacia atrás y escriban. Es lo que se da en el caso de la adolescencia, materia de tantas novelas a base de memoria. Pero es excepcional que se mire hacia adelante y se imagine lo que será la existencia con los menoscabos de la vejez: lentitud, riesgos de caídas, medicinas, pañales nocturnos y unas solícitas manos ajenas para suplir las deficiencias que puede instalar el tiempo en cada persona. Por eso, me impresiona la novela de Gustavo Rodríguez, por la naturalidad para experimentar los estragos de los años y por unas emanaciones dulces y solidarias desde los entresijos de la reducción y la inutilidad. No solamente los niños pueden inspirar ternura, también estos viejos con almas casi visibles, con palabras humorísticas, con sabias remembranzas. (O)