Fabián Echegaray*

@Latinoamérica21

¿Puede haber sido la agresión terrorista de las hordas bolsonaristas contra los pilares del sistema institucional brasileño un regalo inesperado que favorezca la consolidación de la democracia en ese país?

Autoconvocados por las redes sociales, inspirados por cuatro años de prédica antipolítica y antidemocrática del expresidente Bolsonaro durante su mandato, y fogoneados por bloggers e influenciadores digitales cultivando fake news contra jueces, líderes progresistas y el pluralismo político, entre cuatro y seis mil radicalizados se alzaron con palos, piedras y machetes (y seguramente alguna arma escondida) para invadir y destruir la infraestructura del Congreso, el Poder Judicial y una parte del Ejecutivo en Brasilia.

Este episodio —punto culminante de una serie de manifestaciones crecientemente violentas y anticívicas de los partidarios del exmandatario— ocurrió el domingo 8 de enero de 2023, una semana después de la asunción de Lula como presidente. Por lo tanto, no tuvo la intención de impedir la transferencia del mando, sino que básicamente fue un acto tan puramente expresivo como caótico de repudio contra los poderes y protagonistas institucionales de la democracia brasileña.

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Patrocinado por aliados militares y policiales, cómplices del sector agrobusiness, maderero y de la minería ilegal, más algunos otros dirigentes empresariales y sectas evangélicas radicalizadas asociadas al candidato perdedor en las elecciones de 2022, el movimiento subversivo fue creado —inicialmente— con el fin de mantener a Bolsonaro en el centro de la escena pública.

De esa manera, los extremistas pensaban perpetuar el monopolio representacional de la derecha y extrema derecha, concentrando en el expresidente la oposición al nuevo Gobierno del PT. Así, se consolidaría el desequilibrio provocado, casi una década atrás, cuando el PSDB (antigua base de líderes nacionales, como el expresidente Fernando Henrique Cardoso y los gobernadores José Serra, Gerardo Alckmin, Franco Montoro y Mario Covas), que nucleaba la representación del centro y centro-derecha, y contrapesaba al PT en la competición electoral ordenando y organizando el sistema político brasileño por 30 años, abdicó de sus capacidades gerenciales y ambiciones políticas.

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Bajo el control de figuras menores, el PSDB dejó de ser una fuerza anclada en propuestas programáticas para asentarse exclusivamente en una denuncia moralista hueca e hipócrita, donde los adversarios de centro-izquierda e izquierda fueron denunciados como profanadores de lo sagrado. Esto pavimentó el terreno para la ascensión del fundamentalismo bolsonarista.

Sin embargo, con Bolsonaro fuera del país en un autoexilio encubierto y con la sorprendente autonomía demostrada en su invasión y depredación de los símbolos de la democracia republicana el domingo pasado, este movimiento de radicalizados acabó protagonizando el acta fundacional de un bolsonarismo sin Bolsonaro. Brasil es un país acostumbrado a negociar entre pocas élites sus cambios sistémicos e institucionales más substantivos, desde su independencia de Portugal hasta el fin de la esclavitud, pasando por la transición de la monarquía a la república, e inclusive durante las diferentes metamorfosis entre democracia tutelada y dictadura. No obstante, este movimiento solo pudo generar —aun entre las dirigencias más hacia la derecha— un sentimiento cuando menos de incomodidad sino abiertamente reactivo al ver una multitud histérica transbordar sus supuestos líderes y comandantes.

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La anomia destructiva y el fanatismo apocalíptico escenificados por los atacantes, junto con sus coreografías circenses de rituales militares, surtos histéricos y gritos de guerra, no solo recuerdan a los trumpistas que invadieron el Congreso norteamericano dos años atrás, sino también a la violenta rebelión de las huestes kirchneristas y de izquierda radicalizadas que atacaron el Congreso argentino en 2017 con más de catorce toneladas de piedras y cascotes en el momento en que se legislaba una reforma previsional.

Recuerdan aún más los deliciosos relatos de Vargas Llosa en su libro La guerra del fin del mundo sobre la locura monarquista romántica y ultramontana de los seguidores del padre Antonio Conselheiro en Canudos, en reacción al surgimiento de la república. Relatos plagados de delirios dogmáticos, creencias en supercherías medievales y abrazados a un pensamiento tan mágico como violento. Sin duda, Canudos constituyó un episodio tan alucinado y retratador del célebre realismo mágico literario como un fenómeno trágico del Brasil nordestino durante finales del siglo XIX.

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La erección del posbolsonarismo, consagrado por los recientes ataques y que generó algunas celebraciones intoxicadas en las redes sociales, debe cumplir muy pocas de sus esperanzas. Probablemente se asemeje más a un lapsus catártico y caótico que a un factor de presión con peso propio y larga vida. Todas las evidencias sobre la mayoría de sus participantes advierten de que se trata de un fenómeno casi psiquiátrico: son los desgarrados de la muchedumbre solitaria de la cual ya nos hablaba David Riesman en el siglo pasado. Individuos buscando un sentido y misión comunitaria a cualquier costo, abrazados a una identidad maximalista, fanática, llena de certidumbres, acrítica, cero reflexiva y sin fisuras o ambigüedades. En definitiva, el mismo caldo de cultivo que alimentó el fascismo y el nazismo.

A pesar del tácito apoyo pasivo despertado entre algunas fuerzas policiales, el posbolsonarismo violento y anárquico deberá acelerar el desencanto de la clase media conservadora con la extrema derecha, facilitarle al nuevo Gobierno la limpieza de la colonización de entidades estatales implementada por Bolsonaro. También debe galvanizar la clase política y principalmente el Poder Legislativo en torno a la democracia y el proyecto de reconstrucción liderado por Lula y Alckmin, y liquidar las fuentes de financiación del golpismo y otras expresiones antisistema.

El parto del bolsonarismo sin Bolsonaro, arropado en sus atuendos verde-amarillos y la camiseta de la selección nacional, puede haber sido —paradójicamente— un regalo para la consolidación de la democracia brasileña. (O)

* Fabián Echegaray es doctor en Ciencia Política por la University of Connecticut y director de Market Analysis, consultora de opinión pública con sede en Brasil. Echegaray es vicepresidente de WAPOR Lationamérica, el capítulo regional de la asociación mundial de estudios de opinión pública que realizará su próximo congreso este mes de abril en la ciudad de Oaxaca, México.