Vale recordar la antigua recomendación del Manual de Carreño que aconsejaba que en la mesa no se debía hablar de política ni de religión. Quedó atrás esa limitante. Esos temas son, precisamente, los que discutimos en nuestros días ya sea porque los talibanes volvieron a gobernar Afganistán o porque acabamos de ver la serie que se exhibe por Netflix El reino.

En ambos casos valen los análisis. La realidad muestra otro paso de la lucha humana por imponer gobierno y creencias y la ficción construye mundos posibles. Yo, que sé más de lo segundo que de lo primero, me decanto por el producto en imágenes que he visto para admirar el talento argentino y pensar en que los hilos anecdóticos inventados dan cabida a acciones que bien podrían ocurrir, porque esa es la tarea de la literatura y sus correlatos cinematográficos. La serie en ocho capítulos El reino concibe la alianza de invisibles grupos de poder con un pastor evangélico para captar la presidencia de su país.

La historia, con esos cortes bruscos tan contemporáneos, llevándonos de adelante hacia atrás, exigiendo al espectador un permanente estado de alerta, nos conduce por los tortuosos caminos de una familia dedicada al pastoreo de almas –con toda la parafernalia del caso: prédicas teatralizadas, cantos, limosnas– que se ve en la coyuntura de embarcarse en una campaña electoral. Cuando se espera el discurso político, el pastor da sermones; cuando se trata de responder a indagaciones judiciales, más importante es orar. Poco a poco nos damos cuenta de que tanto políticos como religiosos emplean parecidos procedimientos, duplican su moral, adornan la argumentación para ser más efectivos.

La escritora Claudia Piñeiro y el director Marcelo Piñeyro comparten la responsabilidad del guion, pero ha sido ella el blanco del furibundo ataque de las iglesias evangélicas argentinas y de sus seguidores. Haciendo una lectura literal de la serie, la acusan de odio y voluntad de denigración a ese sector de la cristiandad. Como era de esperarse, las redes sociales son el territorio de los enfrentamientos. Los ofendidos parecen desconocer las libertades del arte literario y ha tenido que ser Claudia quien en sus tuits se los ha recordado. Yo me puse a revisar algunas de las obras artísticas que satirizaron o meramente representaron a miembros eclesiásticos en sus pasioncillas y hasta crímenes. Bocaccio dirigió el blanco contra curas licenciosos, Diderot nos contó lo que pudo pasar dentro de un convento de monjas, el capítulo histórico de la familia Borgia ha poblado novelas y películas para recordar que llegó al sillón de san Pedro un hombre que tenía cuatro hijos, al mayor de los cuales nombró cardenal. La novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, hace escasos cuarenta años, creó una ficción que se desarrolla en una abadía, donde caben el amor entre hombres y los asesinatos.

Y allí están, con buen puesto ganado en la historia de la literatura, porque hubo receptores que comprendieron que las narraciones imaginadas, tal como lo sostuvo Aristóteles, “son más filosóficas que la historia”, es decir, van más allá de la realidad, sujeta a ser fiel –aunque de manera incompleta– a los hechos. Cuando alguien se ofende por tal o cual ficción, lo que hace es mostrar una forma de leer y entender la vida, aquella que se vuelve sobre los ojos que miran. (O)