A estas alturas del año abundan los balances y las previsiones. El simbolismo del fin de un ciclo nos convierte en jueces de lo que pasó y en videntes de lo que vendrá. Adoptamos esos papeles con respecto a todos los aspectos de la vida, tanto la individual con su entorno particular, como la colectiva con toda su complejidad social. Veamos algo sobre estos últimos.
En la visión hacia atrás predomina un sentimiento de déjà vu, una sensación de que lo vivido en los últimos doce meses no se diferencia mayormente de lo que sucedió en los doce anteriores, ni en los anteriores a esos y así hasta por lo menos ocho años atrás. Ocho años, porque los diez anteriores a esos tuvieron características muy diferentes. Dicho de otra manera, desde que terminó el periodo de la revolución ciudadana parece que hemos caminado en el mismo terreno, sin definir un rumbo claro y, sobre todo, sin una idea fuerza que lleve al país hacia una meta alternativa. El mejor indicador de esto es la omnipresencia del correísmo-anticorreísmo como elemento estructurador de la contienda política. Esto quiere decir que ese clivaje no ha sido superado y que aún no se ha construido un modelo de sociedad y de país alternativo.
Si se profundiza en cada uno de los aspectos fundamentales de la vida colectiva se encuentran intentos aislados y parciales que son insuficientes para pasar la página y establecer una situación radicalmente diferente. En lo económico, a lo largo de estos ocho años se han dado pasos temerosos atendiendo un asunto por aquí y otro por allá, sin la coherencia que proviene de un plan integral. En lo social no solo se advierte la ausencia de políticas de mediano y largo alcance, sino claros retrocesos que se manifiestan en indicadores dramáticos. En lo político, además de mantener el fantasma del correísmo, continuamos fomentando el rechazo a los partidos, condenando a todo lo que suene a institucionalización de las divergencias y alimentando la esperanza en el caudillo iluminado que venga a poner orden. Mientras tanto, la inseguridad y el crimen organizado se reproducen en terreno fértil y tampoco ahí hay una estrategia integral.
Si esa ha sido la realidad de los últimos años, resulta difícil tener una mirada optimista hacia el futuro. Los actores centrales no ofrecen señales de cambio en sus conductas y en sus orientaciones. Si, como considera la mayoría de la población, según las encuestas, los políticos han fracasado (si es que alguna vez lo han intentado), entonces la responsabilidad pasa a la sociedad, con sus élites y sus bases ciudadanas. Pero tampoco en ese amplio campo se encuentran iniciativas que puedan alimentar mínimamente al optimismo. Las organizaciones de base de los sectores populares están debilitadas y en su mayoría se mantienen encerradas en las ideologías y consignas del siglo pasado. Por su parte, las organizaciones empresariales, posiblemente temerosas de afectar con su accionar a los avances que han tenido algunos sectores privados, han preferido abandonar el espacio público y restringirse cada vez más al lobby o directamente mantener silencio.
Todo lo anterior suena inevitablemente pesimista. Pero es más correcto llamarle realismo. No cabe engañarnos si queremos un cambio. (O)












