Pensaba Cicerón que la amistad tenía, además de su propia naturaleza afectiva, una dimensión filosófica y una política. Y es que la amistad, en muchos sentidos, es una totalidad, una suerte de cosmos compartido, a veces en crisis, siempre en movimiento. En su obra Laelius de amicitia, dice: “La amistad contiene muchísimos bienes: a donde quiera que uno se vuelva, está a la mano, de ningún lugar es excluida, nunca es intempestiva, nunca es molesta (…) hace más espléndidas las situaciones favorables, y por otra, más leves las adversas, compartiéndolas y haciéndolas comunes”. Toda amistad es un mundo, un lenguaje cifrado entre quienes la integran, una intimidad y una memoria. Pero, ¿es la amistad un olvido?

Hay amigos que te dejan libros, escritores, poemas, palabras. Y me parece que los amigos se quedan en esas palabras

Esa es la pregunta que me invade al escribir esta columna. ¿Pertenece la amistad a las regiones de la memoria o a las del olvido? Alguna vez, Antonio Gamoneda me dijo que la memoria y el olvido son las dos caras de una misma moneda. Y luego agregó: “Entre recordar este mechero u olvidar este mechero, hay algo que está ahí: el mechero. Con independencia de que yo lo olvide o lo recuerde. La misma realidad es la que determina el recuerdo y el olvido”. ¿La amistad que se acabó es, entonces, como el mechero? Es una realidad que subsiste, una historia, un suceso.

Entre las formas de extinción de la amistad, la más brutal, es la muerte. Y quizá la más metafísica, porque transforma una amistad que existió en el plano terrenal en una experiencia superior, en una suerte de memoria duradera, luminosa. Y entre las formas de extinción de una amistad, la más injusta, es el olvido. El olvido que provoca el paso del tiempo. El olvido que deviene de un proceso neurodegenerativo. En 1907 el neurólogo Aloysius Alouis Alzheimer publicó su investigación sobre una enfermedad que afectaba la memoria, a partir del proceso de deterioro que sufrió su paciente Auguste Deter, de 51 años. Ella murió cinco años después. Tras la publicación, la ciencia médica nombró a este padecimiento como la enfermedad de Alzheimer, en alusión al médico que la estudió.

En 2013, el cineasta Alan Berliner sacó a la luz la que en opinión de muchos críticos es su obra maestra: First Cousin Once Removed (Primo lejano). Es un documental sobre los últimos días del poeta Edwin Honig, su primo y mentor, acechado por la enfermedad del Alzheimer. Profesor de Harvard y Brown, traductor al inglés de Pessoa, García Lorca, Cervantes, Calderón de la Barca y Miguel Hernández. El hombre que dominó el lenguaje, varias lenguas, terminó sumido en el silencio, sin palabras, sin memoria. ¿El olvido, es acaso, un refugio? ¿Una casa segura? ¿Una cristalina libertad sanadora? Recordaba Edwin Honig, hasta el final, el verso de Calderón de la Barca, en su original castellano: “La vida es sueño, y los sueños, sueños son”.

Referencias, citas, intertextos. La vaga erudición. Además de la dimensión filosófica y política, de las que hablaba Cicerón, la amistad puede tener una dimensión literaria. Rodrigo fue el mejor amigo de mi abuelo, desde la niñez. Pienso que las grandes amistades se comparten porque, desde mi infancia, Rodrigo estuvo presente, no solo como un amigo sincero e incondicional, sino como un proveedor de libros. Conservo los que, de aquel tiempo a esta parte, me obsequió. Uno de los primeros fue una biografía de Hemingway, en la época en que me aventuré a leer El viejo y el mar. La precisión en el lenguaje y la búsqueda de su fuerza, se me volvió una declaración de principios. Y eso perdura. O perdurará mientas subsista mi propia memoria, porque todos tenemos derecho, en algún punto, a ese refugio o salvación que es el olvido. Compartimos otros amores, como el camarón de la isla y la afición a la fiesta taurina, ante la que heredé su sentido estoico, silencioso, meditativo. No fue el primer ser cercano afectado por esa terrible enfermedad, quizá es el primero que parte. Hay otros que aún son queridos y recordados, mientras pasa el tiempo, mientras llega el olvido, la levedad, la quietud.

Es probable que la más desgarradora y genial elegía de la lengua española en los últimos siglos sea el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Federico García Lorca lo publicó en 1935, un año después de la muerte por cornada, y posterior gangrena, del mítico torero español, que era el de sus amores: “No quiero que le tapen la cara con pañuelos/ para que se acostumbre con la muerte que lleva./ Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido./ Duerme, vuela, reposa: ¡También se muera la mar!” Toda gran amistad implica regalos. Hay amigos que te dejan libros, escritores, poemas, palabras. Y me parece que los amigos se quedan en esas palabras. Y toda palabra es memoria, existencia, tiempo. Y toda palabra guarda, en su fondo, un silencio. Un silencio cósmico. Un “mundo”, diría Borges, “que se deforma y que se apaga/ en una pálida ceniza vaga/ que se parece al sueño y al olvido”. (O)