Pocas actividades tienen tanta importancia y significación para la vida de la sociedad y del Estado de derecho como la motivación jurídica. Es tan grande su mensaje: no ser arbitrario, que la Constitución de 1830 ordenó en su artículo 49 que “Los tribunales y juzgados fundarán siempre sus sentencias”. Este precepto fue ratificado en la Constitución de 1835, art. 80; también en la Constitución de 1843, art. 78. Lo mismo pasó con la Constitución de 1845: art. 95. Igual en la de 1850: art. 93. En 1852 lo mismo: art. 94. Llegamos a la Constitución de 1998 y encontramos una definición expresa de motivación jurídica; lo propio hizo la de 2008.

¿Por qué tanta constancia? Porque la motivación jurídica representa la antítesis del proceder arbitrario, esto es, del proceder sin razones justificativas de la decisión. Su ámbito no se agota en el terreno judicial. Se extiende a toda la gestión estatal. El Estado, según la concepción más aceptada, es la sociedad política y jurídicamente organizada. Luego, el Estado nos representa. El Estado somos nosotros. Entonces debe justificar por qué decide lo que decide.

En el campo judicial el asunto es delicadísimo, pues están en juego los derechos de las personas, y según el artículo 11 numeral 9 de la Constitución, “El más alto deber del Estado consiste en respetar y hacer respetar los derechos garantizados en la Constitución”. Además, el Ecuador es un “Estado constitucional de derechos y justicia”. Ergo, todo lo que está relacionado con los derechos ocupa un papel central. Los jueces deciden sobre los derechos, lo cual es una responsabilidad muy grave. Decidir sobre un derecho dándole la razón a una parte, y por ende negándosela a la otra, exige, como diría Calamandrei, “una justificación persuasiva” sobre la bondad de la sentencia. Las decisiones judiciales no tienen bandera ni ideología. La falta de motivación jurídica produce la nulidad del acto o de la sentencia. Es decir, la arbitrariedad tiene una grave sanción: la nulidad, y además el Estado debe responder porque la falta de motivación constituye una violación a una regla del debido proceso. La motivación hace posible en la práctica el derecho a la defensa porque la argumentación del juez puede contraargumentarse por el afectado. Y además hace posible que la autoridad superior pueda juzgar sobre la decisión impugnada: si fue acertada o equivocada.

Por lo profundo de su significado la motivación jurídica debe enlazar los hechos probados con el derecho aplicable. El juez es esclavo de la prueba. Depende de la demostración de los hechos para aplicar el derecho. El juez sabe lo que le cuentan las partes, pero ese relato debe demostrarse para poder ser utilizado válidamente en la decisión correspondiente. La ligereza en la motivación de las decisiones es un grave pecado. Cuando lo que está en juego es la libertad de una persona la obligación de motivar exige un cuidado extremo, superlativo; una fundamentación absolutamente hilvanada y consistente, pues nada se atesora más que la libertad. Decía Carnelutti: “Esto de ser el juez un hombre y de deber ser más que un hombre, constituye su drama”. (O)