Latinoamérica ve –una vez más– pasar la historia por delante. Esta sería la oportunidad ideal para que los países latinoamericanos trabajen por el desarrollo de la región y terminar con la pobreza y la desigualdad: crear una zona de libre comercio regional, incrementar el intercambio marítimo, sustituir mercados, generar interconexiones de pequeñas, medianas y grandes empresas, cadenas globales de valor con ejes latinoamericanos... La lista de posibilidades es inmensa. Mientras los gigantes se pelean entre sí tratando el uno (EE. UU.) de impedir a toda costa el inevitable ascenso del segundo (China), Latinoamérica debería acelerar su coordinación para crear respuestas conjuntas que diversifiquen las economías lo suficiente para no sufrir con los vaivenes populistas y caóticos de Donald Trump. Momentos como este son los que crean trascendencia para una región condenada por mezquindad política y ceguera ideológica, mientras millones de personas viven en la pobreza y ahora superviven bajo amenaza permanente del crimen organizado. Porque esta es la piedra de toque: la inseguridad cotidiana es lo que ahora mantiene a este continente en subdesarrollo y desesperanza.

Este es un momento crítico y oportuno para que la región se organice alrededor de dos o tres ejes claros: apertura comercial y de inversiones, inteligencia compartida para combatir el crimen organizado y coordinación de políticas sociales que sustenten el tejido social y eviten olas de migración ilegal. Para que esto funcione, tres cosas:

Primero, desideologizar la política exterior. Muchas iniciativas de integración desde el fin de la II Guerra Mundial funcionaron bien a pesar de la diversidad de regímenes políticos. La inestabilidad, las dictaduras militares, los gobiernos de izquierda no impidieron la creación del Sistema de Integración Latinoamericana, la creación de la Corporación Andina de Fomento o de la Comunidad Andina de Naciones. Si el principio de no intervención es respetado, las relaciones internacionales de los países pueden seguir funcionando, porque ahora instancias internacionales como la Corte Interamericana de Justicia, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o la Corte Internacional de Justicia tienen la capacidad y legitimidad de procesar casos de derechos humanos y de esa manera, dejar libres los canales diplomáticos gubernamentales para mejorar la coordinación de políticas públicas y de desarrollo.

Segundo, generar una institucionalidad mínima de trabajo regional con solo dos o tres temas. Sabemos ya que proyectos ambiciosos de integración como Unasur, Mercosur o la CAN tienen pocas posibilidades de funcionar. También sabemos que la diplomacia de cumbres y coordinaciones temporales como la Celac o la Alianza del Pacífico pierden su fuerza muy pronto por falta de secretarías técnicas.

Finalmente, menos es más. Roma no se construyó en un día, pero coaliciones anuales de buena voluntad no han puesto una sola piedra en el edificio regional. La sobresaturación de agendas, de cumbres, de proyectos ha agotado las capacidades diplomáticas de muchos países latinoamericanos que ahora prefieren la bilateralidad o simplemente no avanzar en temas trascendentes. (O)