Por primera vez en mucho tiempo, el Ecuador discute no cómo aumentar la estructura del Estado, sino cómo reducirla. El anuncio de eliminar 5.000 cargos marca más que una decisión: puede ser el primer paso hacia un cambio de modelo. Uno en el que enfrentamos los problemas no con más burocracia, sino con mejor estrategia. Para entenderlo con profundidad, hay que volver a los principios que rigen toda organización, pública o privada.
Primer principio: los recursos son escasos, las necesidades infinitas. Esto obliga a priorizar, a elegir con claridad en qué enfocarse y qué dejar de lado. Cada organización debe preguntarse: ¿cuál es el problema que resuelvo? ¿Dónde puedo generar más valor? ¿Qué puedo hacer mejor que nadie? Decidir no es cerrar posibilidades: es evitar la dispersión. Quien quiere hacerlo todo, termina sin hacer nada bien.
Segundo principio: no toda necesidad puede transformarse en derecho. Las necesidades humanas son ilimitadas. Si cada una se convierte en un derecho garantizado por el Estado, los derechos también se vuelven infinitos… y los recursos no alcanzan. Por eso, el buen diseño estratégico obliga a acotar. Una empresa lo hace cuando define su cliente objetivo. Un país también debe enfocar su acción pública en lo esencial. Como decía Franklin Covey, lo más importante es concentrarse en lo más importante. Y eso es salud, educación, seguridad e infraestructura. Ese enfoque no es ideología: es sentido común.
Tercer principio: solo se puede gastar lo que se tiene. Cualquier organización sana ajusta su presupuesto a sus ingresos reales. No se puede comprometer el futuro con gastos que dependen de ingresos inciertos. No se pueden prometer beneficios ilimitados con ingresos limitados. La política muchas veces olvida esta regla básica. La estrategia, no.
Cuarto principio: la estructura sigue a la estrategia. La organización –el aparato público, los ministerios, los funcionarios– debe diseñarse en función de una estrategia clara. No al revés. Si la estructura toma vida propia, se convierte en un lastre. Por eso, reducir instituciones no es un fin en sí mismo, pero puede ser el camino correcto si responde a una visión clara de país. Lo importante no es cuántos quedan, sino cómo se reorganiza todo.
Quinto principio: menos es más. Reducir la estructura no solo ahorra salarios. También simplifica la gestión. Se reducen los costos ocultos: coordinación, supervisión, errores, locales, tiempos muertos. Cuando hay menos cabezas, es más fácil alinear, decidir, ejecutar. El ahorro real está en lo que no se ve. Una organización más liviana no solo cuesta menos: rinde más. Cuando se reduce una estructura, ninguna decisión es perfecta ni completa. Siempre habrá efectos que corregir en el tiempo, y será necesario acompañarla con gestión basada en resultados.
Cumplir estos principios es básico en toda estructuración.
Finalmente cabe la pregunta: ¿Esto marca el inicio de una transformación deliberada del aparato estatal? Esperemos que sí, achicar el Estado y rediseñarlo para reducir el déficit y volverlo más efectivo es avanzar en la dirección correcta. Y en esa dirección, menos cargos puede significar, en verdad, más país. (O)