O mirar por la ventana o leer las páginas de un libro. Las dos acciones tienen que ver con la comprensión y más, con la interpretación. La primera nos regala la sensación de realidad: lo que pasa es cierto, se ve y se oye; lo que se lee, a veces, también, permite percepciones realistas: un largo registro literario se ha cultivado por fidelidad a lo real, en afán de que contar historias es lo más parecido al avatar humano. Aceptemos que hay voces diferentes, que abren infinitos caminos cuando la fantasía recrea y dibuja mundos posibles.

Ya sea como actuantes, ya como contempladores, la vida-libro nos bifurca, nos diluye en varios.

Sin embargo, ambas prácticas pueden ser engañosas. La realidad es demasiado compleja como para que “se deje” atrapar a la mera mirada, frente a ella hay que ser suspicaz y entrar en la cultura de la sospecha. Nuestra literatura desplegó las dos actitudes de manera confrontativa cuando Joaquín Gallegos Lara contó relatos de montuvios vehementes y explotados mientras su compañero de generación, Pablo Palacio, ironizaba con historias casi truculentas, sobre personajes marginales y conductas desquiciadas, con un estilo que no reproducía sino que inventaba todo nuevo.

Es natural vivir en actitud de realidad, confiando en los cinco sentidos que perciben y en la razón que entiende, aunque no reparemos en el caudal de datos que influyen para creer en tales nociones o defender ciertas costumbres: el trabajo silencioso se hizo en el hogar, los modelos de conducta funcionaron en buena cantidad de los casos. ¿Por qué son católicos la mayoría de los ecuatorianos? ¿Por qué indiferentes religiosos bautizan a sus hijos? ¿Qué nos llevó a repetir que daríamos la vida por la patria en la ceremonia de la jura de la bandera? La vida va imponiendo una distancia entre lo que se dice creer y lo que se hace: acuciados por las necesidades y las rutinas lo que parecía claro se enturbia. Y nos acogemos al doble discurso, a la doble existencia, la de dentro de casa y la de afuera.

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Las páginas de los libros operan en una dimensión más que dual, múltiple. Ingenuo es el lector que se queda con una lectura lineal o simple. Siempre hay algo más detrás o alrededor de lo que se ha escrito porque leemos con lo que somos –la carga subjetiva– y desde un contexto, que puede ser muy diferente al del autor. Estas “verdades” del texto lo hacen más atractivo y nos ejercitan en la tarea de la interpretación. “No encuentro en el idioma una palabra / para expresar lo que al nombrarte siento”, decía una poeta guayaquileña, expresando el dilema de la creación que, pese a la enorme vacilación inicial, se lanza exacerbadamente a la búsqueda de eso que, con palidez, logra barbotar.

Ya sea como actuantes, ya como contempladores, la vida-libro nos bifurca, nos diluye en varios. La anhelada unidad –como cualidad la llamamos coherencia– no se da porque las fuerzas psíquicas nos llevan a guerrear con nosotros mismos o a distanciarnos de nostálgicos testimonios. La contradicción se instala en el centro y tironeados hacia un lado o hacia otro va pasando el tiempo y acomodando la conducta a la lucha entre el ser y el parecer. O acaso, nada más, somos muchos, somos legión. La simplicidad no existe.

La vida como un libro. O el libro de la vida. Tarde o temprano se llega a la última página. Quien levante la mirada sin conflictos, o es un niño o un remedo de ser humano. (O)