Pertenece al poeta Robert Desnos este concepto: “Los discípulos de la luz solo inventaron tinieblas”. El grupo activista Just Stop Oil ha logrado, indudablemente, el más explosivo de sus cometidos: que todos hablemos de ellos. Leemos y escuchamos, cada semana, las noticias de sus performances contra obras de arte, en casi todos los medios del mundo. Incluso, y eso no sorprende, ha logrado el apoyo de una intelectualidad acostumbrada a aplaudir la pirotecnia y a justificar, en una suerte de apología iconoclasta, cualquier remedo de protesta social que promueva un discurso políticamente correcto, con tufo altruista. El último ataque ha sido contra La joven de la perla, de Johannes Vermeer, en el Museo Mauritshuis de La Haya, al que untaron el contenido de una lata de tomates. Esa ha sido la tónica de los ataques. Quizá el más mediático de ellos fue, hace algunos días ya, en la Galería Nacional de Londres. En esa ocasión dos ¿activistas? hicieron lo propio contra Los girasoles de Vincent Van Gogh.
He empezado esta columna volviendo a la frase de Desnos, precisamente porque toda lucha es una luz, en el sentido de pretender transformar la oscuridad. Just Stop Oil es una coalición del activismo medioambiental, que usa la acción directa para presionar al Gobierno británico a acabar con la producción de los combustibles fósiles. Su preocupación es legítima y urgente: apunta a detener la crisis ecológica y a preservar la vida y la naturaleza en la vorágine de destrucción que está consumiendo al planeta. En ese sentido, su mensaje es político. O eso parecería, en principio. Pero el exceso de luz puede enceguecer. Y el problema es que toda lucha, en el momento en que las tripas vencen al cerebro, se puede volver una secta. Toda corriente de pensamiento, incapaz de la dialéctica, puede ser una secta. Todo activismo, al sustituir sus ideas por dogmas, es una secta. La secta de la luz.
Vuelvo a la intelectualidad que los aplaude, porque no estoy aquí para caer en la payasada reaccionaria de cuestionar las formas y métodos de esta lucha, sino el trasfondo ideológico que concibe como legítimas esas formas y esos métodos. Finalmente, el lanzar el contenido de una lata de tomate a un cuadro únicamente logra un resultado concreto: que los museos pongan -por precaución- más barreras de seguridad entre quienes amamos la pintura y esas obras. Nada más. Pero podría ser peor. Veámoslo en perspectiva: cualquier grupo humano, siguiendo el precepto del dogma en el que cree, puede convencerse de la justicia y nobleza de sus propósitos. Los ejemplos sobran: la Santa Inquisición y las cruzadas fueron operaciones en defensa de la única fe. La monstruosa dictadura de los ayatolas de Irán no detiene sus ataques ni cuestiona su sistema de opresión contra las mujeres. No hace tanto, un fanático seguidor de esa teocracia atentó contra la vida de uno de los más maravillosos novelistas de la literatura universal, Salman Rushdie. Ni hablar de los ataques del Estado Islámico a los templos de Palmira. ¿El fin justifica los medios? ¿Hay legitimidad en esa soberbia?
Los ejemplos podrían parecer exagerados, pero ilustran el peligro de un sistema de pensamiento que justifica actos de violencia conceptual y simbólica, para transmitir un mensaje político. Es claro que el mensaje político en el caso de Just Stop Oil se difumina, además, en la pirotecnia de sus intervenciones. Inmersos en su ociosidad, estos activistas eluden el debate, la posibilidad de generar conciencia y educación, y optan por el espectáculo. Y lo hacen, como debería esgrimir la cantaleta progresista y no lo hace en este caso: desde su privilegio blanco y contando, a su favor, con millonarias fuentes de financiamiento internacional. El espectáculo es eso: un éxtasis, un momento de fama, un entretenimiento. También una hipocresía. ¿Se entiende el mensaje que se busca transmitir? ¿Queda algo? ¿Algo además de la resistencia o el rechazo que estos performances provocan? Más bien, no podemos descartar que, en la euforia performática de esta agrupación y al notar la falta de resultados políticos luego de sus actos, algún delirante ¿activista? decida en el futuro, a contracorriente de los que le precedieron, realizar un atentado que no sea con el contenido de una lata de tomates, sino que efectivamente dañe o destruya una obra de arte.
En una reciente columna que leí sobre este tema, el autor criticaba, y con razón, la idea de que una protesta deba ser buena. Es evidente que la Revolución Francesa, por ejemplo, no se dio sin violencia. Y, al reflexionar sobre la desazón que a muchos nos provocan los actos de Just Stop Oil, se preguntaba: ¿Es el arte la frontera final? Hay muchas formas para responder esta pregunta. Podemos recordar, por decir algo, que una pintura, en términos de semiótica, puede ser recibida por alguien como un ícono, un signo o un símbolo. El símbolo de algo que, como en el caso de Van Gogh, desde la precariedad y la disolución de su alma, buscó algo, al menos un resquicio, de belleza. El símbolo del culto que cierta tradición de Occidente rinde al arte, como algo intocable. El símbolo, en fin, de muchas cosas. Y eso lo comprendió el nacionalsocialismo alemán: en un acto tan político como iconoclasta, el 10 de mayo de 1933 los ¿activistas? de ese partido quemaron más de 25.000 libros, de al menos 94 autores judíos o supuestamente antialemanes, como Karl Marx o Sigmund Freud. Eran el símbolo de todo lo que odiaban. Y el acto de su incineración, quizá, el símbolo de una nueva conciencia.
Entonces el trasfondo ideológico que concibe como legítimas esas formas y esos métodos, en mi opinión, importa. Por supuesto que el arte, irremediablemente, está hecho para perecer. Quizá allí reside su belleza, su humanidad, su poder. El arte muere como morimos todos, como mueren las lenguas y los imperios, las flores y los atardeceres. Eso es así. La discusión que planteo es otra. Podría pasar que un cuadro de Van Gogh sea efectivamente destruido en la lucha por la preservación del medioambiente y que para muchos aquello sea legítimo. Pero podría pasar, también, que ese cuadro sea destruido en una protesta de otro sector político e ideológico, como las agrupaciones provida, que en un ojalá improbable supuesto ingresen a los museos del mundo para manifestar su oposición al aborto. Que lancen contra famosas pinturas de la plástica occidental algún líquido que emule sangre, gritando: ¿qué vale más, el arte o la vida? Es solo un ejemplo, podría ser cualquier grupo, de cualquier postura, que promueva cualquier lucha. ¿Es legítimo?
Frágil e indestructible Van Gogh
Por lo demás, Van Gogh nunca fue un discípulo de la luz. No era de los que se alegraban por la incomodidad o molestia que alguien, acusado de conservador, pueda sentir ante el performance contra un cuadro, por un grupo activista de cualquier cosa. Tras errar en París, se estableció en Arlés. Había sido pastor protestante, pero la búsqueda de un sentido superior no lo libró de la sensación de abandono. Se refugió en los colores y las imágenes, seguramente sin dejar de buscar el sentido, ícono, signo o significado de su vida, de sus días, de su tristeza o la efímera alegría de unas pocas ocasiones. Empezó a pintar la serie de Los girasoles a finales del verano de 1888. Quería decorar su casa y la habitación en donde recibiría a su amigo, Paul Gaugin. Convivieron dos meses que se volvieron horribles. En una discusión, pelearon y Van Gogh, avergonzado por haber pretendido atacar a su amigo, se cortó la oreja. Se separaron y decidió ingresar a un hospital psiquiátrico en Saint-Rémy. Su estilo ya era único. No militó en una secta, su vida fue un viaje de oscuridades a las que logró alumbrar con un pincel, casi sin pretenderlo. Cada color era un sentimiento, una esperanza, una manera alquímica de vivir la desolación. En general, su naturaleza muerta está llena de sentido. Uno de sus últimos cuadros fue Almendro en flor, pintado en su largo y doloroso, luego pacífico y cósmico rito de despedida del mundo, al enterarse del nacimiento de su sobrino Vincent, hijo de su adorado hermano Theo. (O)