El viernes 14 de octubre, en la National Gallery de Londres, dos miembros de una asociación conservacionista inglesa lanzaron latas de sopa de tomate a uno de los cuadros de la serie de girasoles de Van Gogh, pintados entre 1888 y 1889. El cuadro estaba protegido por un cristal que impidió que se dañara la obra. El propósito era llamar la atención y rechazar las concesiones del Gobierno británico para la extracción de petróleo y gas. No es nueva la intención de destruir obras de arte, desde psicópatas con traumas personales hasta fanáticos como los talibanes, que demolieron a cañonazos los budas de Bamiyán, con más de 1.500 años de antigüedad. Tampoco faltan los turistas que pretenden tomar selfis o tropiezan y hacen caer jarrones antiguos.

Se ha escrito mucho sobre la estetización de la política en el siglo XX y XXI. Se ha recurrido al arte, a sus procedimientos encantatorios más directos y a su prestigio, para sumar adeptos a una determinada idea. Frente a esto, hay que tener presente la iconoclastia, una reacción contra la posible adoración de imágenes. Su etimología griega, eikonoklasmos, significa ‘fraccionar o romper imágenes’. En la tradición católica se ha insistido en que las figuras e imágenes no se idolatran, sino que son puentes o medios para meditar. Moisés fue el iconoclasta más famoso, y uno de los más enfurecidos: luego de volver del monte Sinaí con las tablas de la ley, vio que su pueblo había hecho un becerro de oro. Rompió las tablas, cogió el becerro, lo fundió, lo redujo a polvo, esparció este polvo en agua y ordenó que se la bebieran. Literalmente está en el capítulo 32 del Éxodo.

La iconoclastia arremete contra algo que se opone en ideología y creencia al agresor. Pero lo ocurrido días atrás tiene una diferencia. El ataque a estatuas de antiguos dictadores, reyes o conquistadores españoles, lo habitual en América Latina, proyecta una crítica y un odio inducido que en muchos casos resulta risible, vano o insulso a lo poco que se analizan los vínculos del iconoclasta con la pieza destruida o agredida. En el caso del cuadro de Van Gogh, no hay ningún vínculo, ningún nexo, ni siquiera una relación forzada por requiebros ideológicos. Nada. La única razón era atentar contra una obra artística porque llamaría la atención internacional sobre una causa ecologista. Se logró lo primero; dudo que hayan logrado algo respecto al cambio climático. Sí hay una consecuencia indirecta: Van Gogh seguirá cotizando todavía más al alza. No hay que olvidar el escándalo que fue en 1987 cuando uno de los cuadros de esa serie fue vendido por 39,9 millones de dólares a un multimillonario japonés y que se expone en el Museo Sompo de Tokio.

Activistas lanzan sopa de tomate sobre obra de Vincent van Gogh en Londres

El ensayista Carlos Granés ha escrito extensamente sobre la relación entre artes plásticas y política. En su libro Salvajes de una nueva época recordaba lo ocurrido en 2018, cuando se subastó en Sotheby’s una pieza de Banksy: Girl with balloon. En el momento en que se abrió la puja con una oferta de más de un millón de dólares, frente a la vista de todos la obra fue triturada por un mecanismo secreto dentro del marco ideado por el mismo Banksy. Se lo quiso ver como una crítica al mercantilismo del arte y una toma de posición de los mismos artistas contra ese sistema. Granés desconfía de ese aparente discurso: “No fue una crítica de nada; fue otra cosa. Un simulacro: destruyo pero no destruyo, me burlo del mercado pero no me burlo”. Ahora podríamos parafrasearlo: hago militancia pero no hago militancia, llamo la atención del mundo pero lo que hago es llamar la atención sobre el valor del arte. Lo más evidente de esta aparente performance activista es que carece de imaginación y tiene que ponerse a los pies (así lo hicieron en el museo) de lo que sigue siendo lo importante: el arte. En una de las proclamas durante el atentado, decían que cuidar la vida es más importante que cuidar las obras de arte. Por supuesto, es una obviedad, pero demagógica, como ocurre siempre con la mediocridad sin imaginación ni talento que va detrás de los réditos rápidos con el recurso ramplón de elevarse a sí mismo como portavoz de un sentimiento ofendido, para lo que basta un tuit, un tarro de pintura o de sopa (marca Heinz, como la usada en el atentado de la National Gallery, lo que también le ha dado publicidad gratuita a los felices empresarios soperos).

‘Imagine Van Gogh’: en un espacio de 1.600 metros cuadrados se construirá el pabellón para la muestra que llega a Ecuador en octubre

Dos activistas ecologistas se pegan a un cuadro de la National Gallery de Londres

¿Y Van Gogh? El pintor nunca tuvo éxito comercial. Apenas sobrevivía con lo justo, a tal punto que esos girasoles fueron pintados para decorar la habitación en la que iba a recibir a un amigo suyo de visita. Para él, el arte sí era algo apreciado, tanto o más que un plato de comida. Recaer en esta dicotomía entre arte o vida es no comprender que, para los artistas y ciertas personas lúcidas de las sociedades de todos los tiempos y culturas, las artes, la literatura, la poesía y otras manifestaciones sí que tienen un valor enorme: complementan ese plato de comida al que se alude y abren la vida a un futuro posible. En estos mismos días, en Ecuador se presenta una instalación de videoarte inmersivo, Imagine Van Gogh, que permite acercarse a las obras del pintor gracias a una tecnología del fotógrafo y cineasta Albert Plécy, plasmada por los directores artísticos Annabelle Mauger y Julien Baron. Ojalá sirva para que entre el público alguien se anime a cruzar medio mundo hasta el primer museo en el que pueda acercarse a un original de Van Gogh y observar esa paleta viva, gruesa, como si fuera pintada en ese mismo instante y que parece salir del lienzo, cargada de la vida que Van Gogh entregó al arte, tan leve y frágil, pero mucho más perdurable que la demagogia barata que carece de la imaginación y el talento que quiere destruir para llamar la atención. (O)