La imagen es insoportable: una niña fallecida entregada a su familia dentro de una caja de cartón, como si fuese un objeto, como si su vida –y su muerte– valieran tan poco que no mereciera ni un mínimo gesto de respeto que cualquier ser humano debe recibir. No es solo un acto administrativo fallido ni un error logístico: es un símbolo de deshumanización. Es el recordatorio brutal de que, para muchos ecuatorianos, la dignidad es un privilegio y no un derecho garantizado. Esa caja no solo contenía el cuerpo de una niña: contenía también el dolor profundo y silencioso de generaciones enteras que han sido tratadas con indiferencia por un sistema público colapsado, desigual y a menudo ciego a quienes viven lejos de los centros urbanos.

El problema va mucho más allá de un caso puntual: esta tragedia nos obliga a mirar de frente las grietas estructurales de la salud pública ecuatoriana y las profundas desigualdades económicas y étnicas que marcan el destino de miles de familias. La Organización Panamericana de la Salud ha señalado que Ecuador mantiene brechas severas en mortalidad materna, desnutrición infantil y acceso equitativo a servicios esenciales, especialmente en zonas rurales, amazónicas e indígenas. Tras la pandemia, varios de estos indicadores sufrieron retrocesos, afectando sobre todo a los hogares más pobres. La falta de infraestructura adecuada en regiones como Morona Santiago refleja una desigualdad territorial que no es nueva, pero cuya crueldad se hace visible en casos como este.

A ello se suma la fragilidad financiera del sistema. Informes recientes sobre gasto en salud muestran que Ecuador, pese a invertir una proporción significativa de su PIB en el sector, enfrenta problemas crónicos de distribución, burocracia y capacidad instalada. El gasto de bolsillo sigue siendo alto para millones de familias, lo que perpetúa la exclusión y limita el acceso a atención oportuna y digna. En muchas comunidades indígenas, la distancia geográfica, la falta de transporte y las barreras culturales profundizan todavía más la vulnerabilidad.

Por eso, la caja de cartón no es un accidente aislado ni un hecho desafortunado. Es la manifestación visible de un modelo que ha normalizado la desigualdad. Cuando el Estado falla en lo más básico –cuidar y honrar la vida y la muerte– no estamos frente a un problema administrativo, sino frente una crisis ética.

La respuesta debe ser integral. El país necesita inversión sostenida en atención primaria y perinatal, infraestructura adecuada en zonas rurales, protocolos unificados para el manejo de fallecidos, financiamiento justo que reduzca el gasto de bolsillo y una política sanitaria construida junto con las comunidades que históricamente han sido ignoradas.

La indignación por esta tragedia no debe disiparse con el paso de las noticias. Este hecho no puede ser archivado como una anécdota lamentable ni reducido a un expediente administrativo. Debe convertirse en un compromiso nacional: que nunca más una familia ecuatoriana reciba a un ser amado dentro de una caja de cartón. Que nunca más la pobreza, la etnicidad o el lugar de residencia determinen el valor con el que una vida –y una muerte– son tratadas. (O)