El Foro de Sao Paulo ha sido, desde 1990, el gran articulador de la izquierda latinoamericana. Surgió bajo la iniciativa del Partido de los Trabajadores de Brasil y con el auspicio directo de Fidel Castro, tras la caída del muro de Berlín, cuando el socialismo parecía condenado a la irrelevancia. En lugar de desaparecer, el Foro encontró en América Latina un terreno fértil para reinventarse, ya no mediante la lucha armada, sino a través de la llamada “guerra” o “batalla de ideas”.
El manifiesto fundacional fue explícito: coordinar estrategias comunes para erosionar el modelo liberal occidental, desplazando valores como la libertad individual, la propiedad privada y la responsabilidad institucional. El camino sería el discurso de justicia social y el rechazo al neoliberalismo. Con ello, la izquierda comprendió que el poder cultural y educativo podía ser más decisivo que el control político inmediato. Como advirtió el filósofo Olavo de Carvalho, “quien domina la educación no necesita tomar el poder político inmediatamente; ya ha sembrado a sus soldados del futuro”.
Tres décadas después, los resultados son evidentes. Gobiernos alineados con el Foro modificaron constituciones, debilitaron la división de poderes y sometieron a las cortes, incluyendo las constitucionales. En Venezuela, Nicaragua y Cuba, ese proceso culminó en regímenes autoritarios donde la democracia quedó reducida a una fachada. En países como Bolivia, Argentina, Colombia o Ecuador, la estrategia se centró en apropiarse del sistema educativo, con un adoctrinamiento que ha debilitado los valores republicanos y fortalecido narrativas identitarias progresistas, genéricas y woke.
El sociólogo Agustín Laje advierte que esta nueva izquierda opera como una “religión secular” que actúa en las aulas, organismos internacionales y los medios, moldeando opinión pública. En esa línea, el Foro evolucionó en el Grupo de Puebla, con expresidentes y líderes como Rafael Correa, Evo Morales, José Mujica, Alberto Fernández y Gustavo Petro. Aunque con lenguaje moderado, la hoja de ruta es la misma: concentración de poder, debilitamiento de instituciones republicanas y presión sobre la iglesia, las FF. AA. y el sector productivo. Incluso organismos regionales como la OEA y la Celac han mostrado indulgencia ante violaciones de derechos humanos cuando los responsables son gobiernos cercanos a esta agenda.
Actualmente, tras derrotas electorales en varios países, se habla de una “nueva izquierda” o el “resurgimiento de la marea rosa”. La paradoja es clara: mientras la izquierda ha logrado sostener un frente coordinado y adaptable, la derecha permanece fragmentada, sin un proyecto común de defensa de la democracia liberal de libre empresa.
El desafío para América Latina es más profundo que el terreno electoral. Está en el plano cultural, institucional y moral. Si la derecha no logra articular una estrategia integral, la región seguirá atrapada en un ciclo de promesas incumplidas y autoritarismo disfrazado de justicia social, donde el verdadero objetivo no es el bienestar ciudadano, sino la consolidación del poder absoluto mediante la “batalla de ideas”. (O)