Nadie que tenga un mínimo de sentido común, no se diga alguna formación académica, puede calificar positivamente a la actual Constitución. Desde que los asesores externos la estaban escribiendo en Montecristi quedó en evidencia el armatoste que se estaba construyendo. Quienes lo dijimos en ese momento terminamos enterrados debajo de los insultos del dueño del proceso y de sus fieles repetidores. Ahora, 17 años después, quienes se han beneficiado de la concentración del poder que ella propicia, quieren que los votantes se encarguen de sepultarla. O, quién sabe, de revivirla, porque todo el texto de los considerandos y anexos apunta al reforzamiento del poder estatal.
Para vislumbrar el resultado al que podríamos llegar con nuestros votos, cabe recordar cómo se inició el confuso camino que desembocó en la convocatoria a la consulta. El reemplazo de la constitución no estaba sobre la mesa presidencial. Únicamente estaban unas leyes represadas en la Corte Constitucional (CC), no solo por mal hechas, sino porque pasaban por encima de los procedimientos establecidos y, sobre todo, porque erosionaban principios básicos del Estado de derecho. Como respuesta -además de encabezar una marcha amenazante- el presidente envío al Consejo Nacional Electoral (CNE) una propuesta de consulta con el fin de que ese organismo declarara el inicio de un período electoral. Si eso sucedía y la Corte se mantenía en su posición, el CNE podría destituir a los magistrados de la Corte por obstaculizar o impedir la realización de un evento eleccionario. La historia era conocida. Fue el camino seguido por Rafael Correa en el año 2007, cuando un oportunista Tribunal Electoral en hábil viraje destituyó a la mitad de los integrantes del Congreso y posesionó a los aún más oportunistas diputados de los manteles.
El CNE decidió no entrar en el juego. Respetó los procedimientos establecidos y remitió la propuesta a la CC. El presidente perdió el control de la situación. Quedó anulada cualquier posibilidad de alcanzar el objetivo presidencial, que era la destitución y reemplazo de los integrantes de la Corte. El mazazo que había lanzado se le regresó y, con el búmeran nuevamente en sus manos, no tuvo otra opción que lanzarlo a donde menos quería. Obligado a presentarla a la mismísima Corte, debió hacerse cargo de la propuesta que nunca estuvo en sus planes. Si no lo supo antes, ahora debe constatar que se adentró en un mar tormentoso en el que puede naufragar toda su gestión.
Todo esto sucedió en el marco de las protestas por la decisión de eliminar el subsidio al diésel. Es incomprensible que, al tomar esa medida (necesaria, por cierto), el presidente no recordara las experiencias previas de Lenín Moreno y Guillermo Lasso. Tampoco consideró que sus índices de aceptación venían bajando desde agosto y que la medida tomada profundizaría esa tendencia. Cegado por el denominado síndrome de Hubris, en lugar de buscar diálogos y de actuar con tino político, privilegió el enfrentamiento con la CC y, más adelante, con quien se pusiera al frente.
Fue evidente la pérdida del rumbo. En realidad, era inevitable. La suma de errores –que se expresó incluso en lo formal en la torpeza con que fueron redactados los anexos– no podía llevarlo por otro camino. Comprometerse con una propuesta que él no quisiera que se concrete es una irresponsabilidad que difícilmente puede ser subsanada a esta altura. (O)