Atrapados sin salida, ese parece ser el diagnóstico que explica la situación del país; esa parece ser la sumaria y terrible conclusión de los que vivimos en la incertidumbre, y a la que se llega, por cierto, después de acceder a los noticieros, a las redes, al soterrado mundo de los rumores.

Fundamentalmente, esa es la impresión que queda en cada ciudadano ajeno a los ajetreos políticos, y distante de los secretos del poder.

Atrapados sin salida entre las disputas del Gobierno nacional, la Corte Constitucional, la oposición, y entre las infinitas opiniones que saturan los medios de comunicación.

Atrapados entre las especulaciones, las interpretaciones y la evidencia terrible que deja la violencia. Sin rumbo, sin más certeza que los temores y las dudas.

Desorientados entre la saturación normativa, la proliferación de leyes orgánicas, la abundancia de regulaciones y la ausencia de conceptos claros que indiquen a dónde vamos.

Parecería que los poderes –todos los poderes– se eligen para que se enfrenten, para que discrepen, ante la mirada atónita de la sociedad civil y que existen para promover un debate sin fin, en desmedro de las esperanzas del hombre de a pie.

La vida pública que sufrimos es la negación constante de la cultura del servicio, y en ella, lo primero es la protección de los derechos de la gente, y, en ese sentido, la principal tarea de quienes ostentan el poder, los controles y las potestades es asumir que hay intereses superiores y que, en función de ellos, gobernantes, asambleístas, jueces, magistrados, burócratas, asesores y los demás están obligados a sentarse a conversar y buscar salidas, a asumir que la República no es palabra vana. Y que la seguridad es un desafío.

Intereses superiores: los de la gente desamparada, los de los niños, los de quienes desean paz para trabajar, los de quienes estamos expuestos a vivir en un medio que solo alienta el desencanto y el temor.

Intereses superiores que ponen en entredicho las discrepancias y que descalifican los argumentos subalternos y los alegatos abogadiles.

Intereses superiores que, cuando se respetan, dotan de legitimidad al poder y de sentido común a la política.

Lo que corresponde: salir de las trincheras, asumir que las funciones públicas y las tareas de gobernar y juzgar imponen a los actores del drama la obligación esencial de entender la gravedad de la circunstancia, extender la mano, desarmar las opiniones y buscar respuestas para que los intereses superiores marquen el ejercicio de todos los poderes.

La democracia no es un debate interminable.

La República no puede someterse a la incertidumbre que generan las luchas por el predominio.

Democracia y república deben servir a la gente. El Estado solo se justifica si se asume que existe para eso, para nada más. Todos los poderes deben hacer posible ese servicio.

La Constitución y la ley son caminos para que la vida fluya sin conflictos, para que sea posible el progreso, no para que la actividad pública sea una batalla de egos y de ideologías. (O)