Cogito ergo sum” –“pienso, luego existo”–, escribió Descartes. Pero pensar no basta si no se piensa con propósito. En el liderazgo, como en la vida, las ideas valen solo cuando se transforman en hechos.

Un profesor llevaba semanas observando a su grupo de niños. Había alumnos sobresalientes, otros promedio y algunos que apenas cumplían. Pero uno en particular le preocupaba: un niño tímido, retraído, que hablaba poco. Era invisible por decisión. El profesor sabía que, si no actuaba, traicionaba el sentido mismo de su profesión: ser un vehículo de progreso para sus alumnos.

Así que una mañana decidió cambiar las cosas. Anunció con entusiasmo:

—Hoy haremos un sorteo. En estos papeles he escrito la palabra “tareas”. Solo uno está en blanco. Quien lo saque, librará a toda la clase de la tarea más difícil del año.

Los estudiantes se miraron entre risas y nervios.

El profesor, sin dudar, pidió al alumno más callado que eligiera un papel.

El niño caminó despacio hasta el escritorio mientras sus compañeros contenían la respiración. Tomó un papel, lo abrió… y estaba en blanco.

Hubo un silencio breve, seguido de una explosión de alegría.

Los niños saltaron, aplaudieron, algunos lo abrazaron. Por primera vez, aquel estudiante que siempre había pasado desapercibido sintió el peso cálido de la pertenencia.

El profesor sonrió. Su secreto era simple: todos los papeles eran blancos. No había azar, sino propósito.

Había diseñado la escena para ofrecerle al niño una experiencia de inclusión genuina, un momento de reconocimiento que lo motivara a creer en sí mismo y en su capacidad de pertenecer.

Esa pequeña acción no cambió el mundo, pero cambió la forma en que ese alumno empezó a verse.

Creer en uno mismo es el inicio: cuando imaginamos un futuro y damos sentido al propósito.

En la política ocurre algo parecido. Los gobernantes deben decidir para las grandes mayorías, pero tienen la obligación moral de escuchar a todos, especialmente a los menos visibles.

Escuchar, atender y crear oportunidades para ellos no es un gesto menor: es la esencia del liderazgo.

El liderazgo verdadero no se mide por encuestas ni discursos, sino por la capacidad de movilizar a una sociedad hacia un propósito común y sostenido.

Gobernar no es administrar lo existente, es conducir el cambio. Y para lograrlo se necesita dirección, método y propósito: la capacidad de trazar un plan que reduzca la improvisación y devuelva sentido a la acción pública.

Los problemas de fondo –la pobreza, la exclusión, la desigualdad– no se enfrentan con consignas. Sino con políticas estructurales, con acuerdos amplios, con la decisión de construir algo donde la mayoría pueda converger.

Esa es la tarea más urgente: volver a escribir juntos un propósito común. Porque el papel en blanco no representa la suerte, sino la posibilidad de empezar bien esta vez. (O)