El miedo se ha transformado en la emoción dominante del Ecuador. No es un miedo pasajero ni circunstancial, sino un clima constante que moldea decisiones cotidianas. Como por ejemplo, a qué hora salir, por qué calles caminar, dónde vivir, qué negocios abrir, qué llamadas contestar o si vale la pena quedarse en el país. La violencia ya no se percibe como un fenómeno externo, sino como un elemento que condiciona la vida diaria. Sin darnos cuenta, hemos empezado a adaptar la existencia a una lógica de supervivencia.
Ese miedo tiene un costo no solo emocional, sino económico, social y político. Cuando una ciudad reduce su actividad nocturna, se desploman sectores enteros; cuando los transportistas evitan rutas por temor, se encarecen los productos; cuando los ciudadanos dejan de usar el espacio público, se erosiona el tejido social; cuando la gente cambia rutinas solo para minimizar riesgos, la productividad cae. El miedo opera como un impuesto invisible que pagamos todos, aun quienes nunca han sido víctimas directas de un delito. En los últimos meses, diversas ciudades del país se han replegado hacia adentro. Guayaquil vive con horarios acortados; Quito ve cómo barrios antes transitados se vacían; Esmeraldas, Manta, Durán o Quevedo funcionan bajo códigos no escritos donde la prudencia sustituye a la libertad. El crimen organizado logró algo que el Estado no ha conseguido, y es cambiar el comportamiento de millones de personas.
El país discute homicidios, masacres carcelarias o atentados, pero habla menos del efecto acumulado del miedo, negocios que no abren, escuelas que no pueden funcionar plenamente, inversiones que se postergan, comercios que ya no reciben clientes, familias que se mudan de barrio o de provincia. El miedo desordena la vida y desarma la proyección de futuro. Ningún país crece si sus ciudadanos están dedicados a evitar riesgos en lugar de crear oportunidades. Además, el miedo altera la política, cuando la ciudadanía demanda respuestas rápidas, inmediatas, casi automáticas; y esa presión favorece soluciones que privilegian la fuerza sobre las instituciones, la reacción sobre la prevención, la excepcionalidad sobre la normalidad democrática. Pero la seguridad duradera no se construye con sobresaltos, sino con sistemas, como fiscales que funcionen, inteligencia que investigue, cárceles que no sean centros de comando criminal, y un Estado que llegue donde hoy solo llegan las bandas.
El miedo es un indicador que revela que las instituciones ya no logran garantizar lo básico. Y cuando un país internaliza el miedo como parte de su rutina, corre el riesgo de normalizar la pérdida de libertades y recursos. Ecuador no puede permitirse vivir pagando el costo del miedo, por lo que se debe recuperar la seguridad y la cotidianidad productiva. Para eso se necesita un Estado capaz de reducir no solo la violencia, sino la sensación de que todo puede ocurrir en cualquier momento. Solo así la ciudadanía podrá volver a proyectarse hacia adelante, sin cargar cada día con el peso de la incertidumbre, que nos afecta física, psicológica y económicamente. (O)












