Había permanecido alrededor de mil años abandonada cuando fue descubierta por los mexicas. Al contemplarla, creyeron que se trataba de una ciudad construida por los dioses. Todas las acepciones de su toponimia advierten su carácter sagrado. Aún hoy su origen y el de las etnias que la habitaron son objeto de estudio. En el misterio de los tiempos reposa el auge y la decadencia de Teotihuacán. Al inicio de la era cristiana, fue el principal centro político, militar, económico y cultural de toda Mesoamérica y uno de los más grandes del mundo. La base de sus colosales pirámides está a 2.300 metros sobre el nivel del mar. En sus barrios y complejos residenciales albergó, en su apogeo, a alrededor de 150.000 habitantes, en un área de 20 kilómetros cuadrados. Tuvieron que pasar demasiados siglos hasta que los Campos Elíseos de París y la Quinta Avenida de Nueva York reemplazaran como íconos de los paisajes urbanos planetarios a su imponente Calzada de los Muertos.

Son tantos los datos e las ideas que vienen a mi mente en esta madrugada, mientras cruzo el Paseo de la Reforma. A las 4h30 el bus nos recoge desde el Ángel de la Independencia, que sella con elegancia esta antigua avenida imperial, hoy arteria de la cosmopolita Ciudad de México. Cuando empiezo a pensar que el sueño me gana, el conductor del bus nos anuncia que estamos llegando al aeropuerto de globos aerostáticos. Luego de la explicación, así como de un café, caminamos hacia la zona de despegue. Una leve claridad empieza a tornar celeste el color oscuro del cielo en el horizonte. Como una descomunal sombra espectral, aparece ante mis ojos la silueta de una pirámide labrada hace dos mil años, en donde, según los mexicas, fueron creados los Dioses. Especialmente, el Quetzalcóatl o serpiente emplumada, la principal deidad mesoamericana, señor de los vientos y regidor del oeste.

Despegamos con el amanecer. El frío deja de importar mientras el globo se eleva y encamina hacia este paisaje mitológico. Como dos montañas gigantes, se alzan sobre la tierra las pirámides del Sol y de la Luna, unidas por la Calzada de los Muertos. Recuerdo la escena en que Salma Hayek, interpretando a Frida Kahlo, alcanza una de las cimas con León Trotski (Geoffrey Rush). Una escena como la contemplación primigenia del mundo. Y así siento a este recorrido: es el volver al origen de la historia, es apreciar la forma del tiempo convertido en paisaje, es asumir la vida como una imagen inabarcable. ¿Hay futuro en estas piedras? Sí, más que nunca. Porque en todas las ruinas la memoria persiste como un sacrificio, un enigma, un llamado. Panorámicamente, es la confluencia de dos universos: el milenario de las pirámides y el de los poblados de hoy, con sus lujos y precariedades. Atrás, las colinas que rodean el valle. Danzando sobre el cielo interactúan decenas de globos, con tripulantes maravillados ante lo que ven los ojos. Entonces entiendo que el complejo arqueológico de Teotihuacán se vuelve, a partir de este instante, un signo en mi vida, un recuerdo feliz que me acompañará muchos años, un deseo intangible.

Tras la copa de champagne con que celebramos el aterrizaje, empieza el recorrido de la antigua ciudad. La mística embarga la atmósfera. Somos cuerpos que, al igual que en los orígenes de los pueblos de América, recorren esta tierra, respiran este aire. He llevado conmigo mi ejemplar de Un día cualquiera, la novela en la que Carlos Arcos Cabrera recrea la violenta conquista de México. Hoy para mí este país significa demasiado. Empiezo a caminar desde la Pirámide del Sol, que pese a los descuidos en su mantenimiento y a la maleza que crece en su estructura, es maravillosa y descomunal: me hace sentir lo que soy, un frágil y diminuto pedazo de existencia. Al transitar por la Calzada de los Muertos nos son reveladas viviendas, palacios, plazas, templos y fortines: las huellas del mundo que existió aquí, en las raíces de México, del continente americano. Llego a la Pirámide de la Luna como quien ha peregrinado para realizar una ofrenda, y si bien ya no es posible ascenderla a fin de preservarla, pienso en el Cotopaxi, el Cuello de la Luna, ese templo de piedra y hielo que se alza en el corazón de mi país y que expulsa gases y cenizas. Quizá todas las montañas son antiguas catedrales que el ser humano evocó en sus sueños y plegarias más lúcidas.

De hecho, las primeras fotografías que existen de Teotihuacán muestran un conjunto de extrañas montañas. Fue el controversial arqueólogo Leopoldo Batres quien solicitó a Porfirio Díaz medio millón de pesos para excavar la zona y rescatar Teotihuacán. El porfiriato inauguró el complejo en 1910, en el marco de los festejos por el centenario de la independencia mexicana. Años después, Mussolini también se lanzaría al rescate de los Foros imperiales de Roma para, con base en la grandeza de sus ruinas, construir su proyecto de poder. Esas, sin embargo, son coyunturas y así se diluyen. Las pirámides y templos de Teotihuacán han sido testigos del irremediable arder de la historia humana. Ante ellas el poder es un acontecimiento efímero. Son tan prueba de la existencia humana como de su violencia y autodestrucción, así como de sus mitos y búsquedas. También de su capacidad ilimitada de crear. Por eso aquí se conservan muestras de la pintura mural prehispánica, es decir, de su actitud estética y su inquietud narrativa. Si toda vida es un viaje hacia lo desconocido, en la mía México será siempre una brújula. (O)