Ahora que estamos obligados –fuerza de los medios digitales– a enterarnos de que Juan Carlos I de España ha publicado un libro de memorias, donde reconoce que ha “cometido errores”, pero que su país le debe “una transición ejemplar”, aludiendo al cambio de rumbo de España, cuando murió Franco, de la dictadura a la democracia, a mí me da por recordar cuando la monarquía era una concepción política de, según los protagonistas, origen divino. Y los pueblos la aceptaban.

Esa creencia llevó a los monarcas a procrear, casi con desesperación, al hijo varón que asegurara una dinastía. Les he seguido la pista a varias para entender creencias de antaño. Los romanos fueron más equilibrados, porque cuando no tenían un heredero directo, adoptaban a algún joven destacado y lo nombraban candidato a emperador. Los famosos Austrias o Habsburgo de España (apellido que se justifica en que provienen de una mujer con derechos dinásticos como fue Juana, mal conocida como la Loca, que se casó con Felipe, el heredero del Sacro Imperio Germánico) quedaron representados por reyes brillantes, al menos los dos primeros.

Carlos V de Alemania o I de España fue quien gobernó luego de sus abuelos, los ínclitos reyes católicos, en tiempos de esplendor para su tierra: habían conquistado las culturas indígenas del Nuevo Mundo y se habían enriquecido notablemente con el despojo en materiales preciosos, a él se le atribuye aquello de “en mis dominios no se pone el sol”; su hijo Felipe II dictó leyes para instalar encomiendas, mitas y obrajes y aunque la letra protegía a los nativos, los colonizadores se dieron maña para instalar a la fuerza, la religión, la lengua y los estratos sociales. Felipe III y IV gobernaron con validos, es decir, con delegación del poder y ello los llevó a reducir los alcances de sus gobiernos.

La figura que pone una nota muy extraña es la de Carlos II, a quien se lo llamó “el hechizado” por su aspecto endeble (y a quien se juzgó víctima de brujerías) y quien sufrió muchas enfermedades. Hoy la ciencia explica que a eso llegó a parar la endogamia de la familia, que se casaba con primas y sobrinas repetidamente. El pobre Carlos habló a los seis años, caminó a los ocho y padeció epilepsia. Tenía una mandíbula tan prognática que no masticaba bien y se expresaba con dificultad. ¿Tuvo algún nivel de retraso mental? Tal vez. Y a pesar de sus dos matrimonios, no engendró al anhelado sucesor (obvio, culparon a las esposas). Con esta figura maltrecha se termina la dinastía de los Austrias, que habían hecho tanto pacto por matrimonio con Francia que un nieto de Luis XIV se desplazó a España para gobernar.

Felipe V lleva consigo a Madrid los gustos, modas y gastronomía de su país, obligándose a reinar cuando era un hombre tomado por la indolencia. La historia dice que fue perdiendo la razón a tal punto de que abdicó en la figura de su hijo, que murió enseguida y tuvo que volver a reinar. Así y todo, fue el monarca que gobernó 46 años. Desde él, el apellido Borbón se afincó en la familia real, y escribió una historia llena de vicios –la supersexualización de los Borbones– y errores. ¿Aciertos? Distanciarse de la endogamia (aunque un matrimonio haya introducido la hemofilia). Hoy la reina Letizia, una plebeya, parece más sana que todo el noble linaje de su cónyuge. (O)