Sería bueno hacerse esta pregunta para hacer un balance, no necesariamente sobre lo que puede entenderse por cultura en un sentido más amplio, como paradigmas que cambian lo más profundo de una sociedad, sino para entender esos pequeños detalles o puntos de apoyo donde se socava lo que sostiene a una cultura, es decir, contemplarla reflexivamente en un tiempo y un lugar.

Muere la cultura cuando una familia podría llevar a sus hijos o una pareja dar un paseo por un museo en día domingo, como el Museo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en Quito. Pero no, el museo está cerrado. ¿En domingo? Precisamente el día libre en el que se cuenta con el tiempo adecuado para contemplar obras de arte, concretamente pinturas, que es una de las mejores manifestaciones artísticas de este país. Que cierren el lunes y el martes, pero no en domingo. El Centro Georges Pompidou y el Louvre cierran los martes; el Hermitage, los lunes; y la National Gallery en Londres atiende todos los días y los viernes incluso extiende el horario a las nueve de la noche. Pero no vayamos tan lejos. El Museo Botero en Bogotá atiende todos los días; el Malba en Buenos Aires cierra los martes; y el Museo de Arte de Lima, los lunes. ¿Por qué se cierra en domingo? La respuesta se encuentra en el manual del burócrata que encontrará la justificación con la que llora.

Muere la cultura cuando las ideologías, en sus extremos de derecha y de izquierda, se asumen como los portavoces de lo que debería ser la cultura. El reciente escándalo por una obra de teatro en el Museo de la Ciudad de Quito, titulada Aristócratas: crónicas de una marica incómoda, desató una teatralización tópica y repetitiva por ambas partes: por un lado, artistas militantes que parecen descubrir el agua tibia de la subversión en microespacios sin resonancia; y por el otro lado, ultraconservadores con nostalgias inquisitoriales ofendidos por una obra previsible y, en realidad, nada escandalosa, por ocupar un lugar que fue emblemático. ¿Qué hay detrás? Anacronismos de parte y parte. En un artículo de La Barra Espaciadora, un columnista decía: “El concepto de arte bello quedó atrás hace muchísimo tiempo y ha sido sustituido por el arte como reflexión, como vehículo de pensamiento y expresión”. Ese tipo de concepciones son las que resultan anacrónicas. Ni el arte bello ni el arte performativo han quedado atrás, y hasta en el manierismo el arte siempre ha implicado pensamiento y expresión. Lo que pasa es que hay que saber contemplar el arte y no esperar la evidencia rápida y torpe del manifiesto. Esa noción simplificadora de progreso, más vinculada a la tecnología y a la ciencia, no aplica para el arte. Lo que nunca queda atrás es la autenticidad y el logro artístico, sea cual sea la temática, y no las improvisaciones efectistas ni el oportunismo discursivo del momento a los que se nos quiere acostumbrar con la ansiedad por lograr impacto mediático pero que finalmente quedan encerrados en los algoritmos de un pequeño grupo de seguidores, sin ninguna trascendencia. Que un museo de una ciudad acepte una supuesta obra escandalosa —a la que se accedía pagando una entrada (15 dólares), es decir, no tenía acceso gratuito— es precisamente la muestra de que ya no se produce ningún escándalo auténtico que haga replantear los esquemas culturales, por más que se quiera apelar al espíritu de Pedro Lemebel y su dúo artístico de Las Yeguas del Apocalipsis, que ellos sí actuaron en escenarios opresivos, como la dictadura de Pinochet, cuando ser marica exigía ser bien macho. Y si los fundamentalistas religiosos se ofenden, deberían optar por escandalizarse por la doble moral, la corrupción y el lavado del narcotráfico.

Muere la cultura cuando nadie reflexiona sobre la censura “simbólica” (e inútil) al acceso a la exposición de Wilson Paccha en el segundo piso de los salones del Centro Cultural Metropolitano —todavía abierta, vayan—, donde se colocaron letreros que advertían: “Contenido no apto para menores de 18 años”. La advertencia no venía del curador sino del Centro. ¿Cuál es el criterio de una simple declaración de intenciones para cubrirse las espaldas ante qué? ¿Ante los mismos que se escandalizaron por la performativa trans? Esto recuerda ese pudor del Concilio de Trento con su campaña de la hoja de parra para cubrir los órganos sexuales de las estatuas griegas y romanas o el Juicio universal de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Vayan y escandalícense con el falo gigantesco del niño con un cono de helado en la exposición de Paccha, pero vean todo lo demás y, antes de ruborizarse, piensen dónde están, qué es lo que se está viendo y cómo se debe introducir y anticipar a un menor de 18 años, digamos de 15, 16 o 17 años, para que pueda entender lo que culturalmente significa una representación priápica no pornográfica.

Muere la cultura por la ausencia de información. La prensa tiene la responsabilidad de mantener espacios para la cultura en distintos niveles y no guiarse únicamente por criterios de venta que descuidan el criterio de valor cultural necesario. Parte del problema es que así, al morir los espacios de cultura, mueren también los lectores que quieren y necesitan análisis pausados, profundos, con investigación cultural que pueda aportar un criterio para contemplar las obras. Las instituciones culturales comunican de una manera tan irregular y pobre, a veces sin dar las fechas de una exposición, al punto que, cuando los posibles espectadores se enteran, ya es tarde. La queja de que no hay un canal para informarse debería llevar a que los organismos culturales, sean provinciales o estatales, se coordinen. ¿O van a seguir matando la cultura por las cuotas de poder y divisionismos políticos, afectando al público, instalando a novatos como responsables, gestores, editores, directores y demás cargos sin titulación, sin experiencia —por lo menos de diez años— y, sobre todo, sin excelencia, y hasta sin el más mínimo sentido común, pero dóciles, eso sí, para adoctrinar, soltar discursos, hacerse los ofendidos, agredir en redes sociales y matar a la cultura en su sentido más amplio? (O)