Que soy cruel y desalmada porque odio los perros, fría porque ignoro los videos de gatitos que me comparten mis amigas. Es que no conocen el temor casi divino que me inspiran los gatos guardianes de templos antiguos, ese encuentro místico con el felino heredero de las ruinas de la Biblioteca de Adriano en Atenas, ese gato mexicano de ónix y lapislázuli que acompaña mis noches. Admiro a los gatos (de lejos), deidades cuyos ojos preservan el poder sublime de su linaje, pero no quiero (nos insulta a ambos) sus vulgares pelos colonizando la plebeyez de mis muebles, mi ropa y mi comida.

El número de hogares con mascotas supera al total de menores de edad que tienen hasta 12 años, según el último censo

Los perros no me gustan ni en pintura, y eso que sus hocicos abundan entre los artistas. Una exposición que visité en Dresde analizaba el papel de las mascotas en nuestras vidas. Naturalmente tenía mucho que decir sobre los perros que posaban junto a sus amos en varios cuadros famosos. La aristocracia europea no perdía oportunidad de hacerse retratar junto a sus criaturas cuyas vidas palaciegas se convertían en envidia e ideal de sus súbditos. Siglos más tarde, nada ha cambiado: corgis para ser realeza inglesa, chihuahuas como Paris Hilton, terriers como William Faulkner para los sofisticados, perro runa adoptado para los altruistas.

Dicen que Dios los cría y ellos se juntan. De acuerdo: son justamente esos bichos raros mis mejores amigos.

Antes de que mis amables lectores amigos de los seres peludos se resientan con mi cinismo, confesaré que conozco (de segunda mano) el amor, la compañía, la lealtad, la sanación que aportan a sus vidas. La mentada exhibición analizaba el fenómeno de la Revolución Industrial y la alienación que causó en las masas campesinas que, literalmente desterradas, se hacinaban en las ciudades lamentando subconscientemente el fin de su conexión con la naturaleza. Amputado el cordón umbilical que nos unía a plantas, animales, ciclos solares y lunares, nos volvimos neuróticos. Un doctor alemán de apellido Schreber reconoció la necesidad de ensuciarse las uñas de tierra, de sembrar y sentir el poder creador de la naturaleza: de su doctrina nació el sistema europeo de huertos urbanos. Pero antes de que los médicos comprendieran el fenómeno, ya los urbanitas se automedicaban con mascotas y plantas solitarias en cárceles de barro.

4,1 millones de hogares a nivel nacional reportaron tener al menos una mascota: ¿cuál podría ser la huella ecológica de nuestros animales domésticos?

La literatura de fines del siglo XIX e inicios del XX da voz a esa ansiedad nacida de la pérdida del vínculo humano con la naturaleza a la que pertenecemos. Los cuentos de monos de E. T. A. Hoffmann, Franz Kafka y Leopoldo Lugones dan testimonio de esa orfandad. Me fascina, me aterra ese abismo, pero me interesan sobre todo las formas extrañas de llenarlo. Si bien los grandes autores narran historias brillantes sobre damas y perritos, los pequeños autores nos contentamos con anécdotas inquietantes: la historia, por ejemplo, de una ecuatoriana en Japón que hace unos meses adoptó como mascota a Mantis: una mantis religiosa, prodigiosa, tan asombrosa que sus videos no solo no los ignoro sino que los veo y reveo: Mantis comiendo yogur, banana y grillos; cambiando de piel fotografiada junto a su exoesqueleto; Mantis de ojos negros, alienígenas, jugando con sus dueños, moviéndose como si protagonizara una película de ciencia ficción. Dicen que Dios los cría y ellos se juntan. De acuerdo: son justamente esos bichos raros mis mejores amigos. (O)