La crisis venezolana y sus más que dudosas elecciones, la invasión a la Embajada mexicana, la inestabilidad peruana, las políticas antimigratorias de EE. UU. y el hundimiento de lanchas en el Caribe con personas a bordo y sin juicio previo han puesto en evidencia la fragilidad de las instituciones que reúnen a los diferentes países de la región. No existe un solo organismo que pueda ser capaz de procesar temas que afecten a los intereses ni al poder de los gobiernos en el hemisferio occidental, aun si sus conductas violan el derecho internacional o su propia Constitución.
El momento por el que pasa la región se caracteriza por su fragmentación. Hay causas estructurales, de largo plazo, como por ejemplo el que las sociedades se insertaran en la globalización de manera desordenada y competitiva; y hay otras inmediatas que tienen que ver con la diversidad de los gobiernos y el retorno de dinámicas autoritarias, para hacer frente a crisis de gobernabilidad o a emergencias nacionales. Lo cierto es que hemos observado golpes de Estado fallidos como el de Brasil con Bolsonaro o el de Perú con Castillo; dilución de las facultades de rendición de cuentas y controles de otras funciones del Estado en varios países y la normalización permanentes de campañas propagandísticas de gobiernos y oposiciones fundamentadas en datos falsos.
La organización internacional más sólida, aunque subordinada a la política exterior de Washington, la OEA, se encuentra en un momento de profunda debilidad. Para empezar Estados Unidos es escéptico de su utilidad. Sus Estados miembros no pudieron reunirse en una cumbre. Durante la Guerra Fría la OEA fue un instrumento que acompañó las intervenciones militares del anticomunismo; ahora, sin hostilidades explícitas globales, ese organismo no tiene ni la capacidad de ser usado para legitimar o para cuestionar, por ejemplo, la mayor movilización militar de la historia en aguas latinoamericanas o caribeñas y la amenaza del uso de la fuerza.
Más frágil aún está la Celac que se caracteriza por los disensos, buena parte de ellos causados por la intolerancia entre sus miembros. Las instituciones del nuevo regionalismo que se levantaron a finales de la primera década del siglo XXI acogieron gobiernos de distintos signos ideológicos: derechas, izquierdas, amigos y enemigos de poderes globales convivieron sobre la base del consenso y la identificación de necesidades comunes; pero luego la crisis financiera mundial de los años 10 se desacoplaron. Unasur, una excelente idea del brasileño F. H. Cardoso, colapsó. La Celac sobrevive gracias al reconocimiento que de ella hacen la Unión Europea y China, entre otros factores, y tanto la izquierdista ALBA, como la liberal Alianza del Pacífico son fantasmas de su luminosa existencia 15 años atrás.
Sin entidades colectivas, multilaterales, que agrupen a los países de la región, sus opciones en un mundo en transformación son muy débiles. Ni siquiera Brasil o México, las economías más grandes, podrían tener algún protagonismo sin expresar consensualmente los intereses del conjunto. Son necesidades de sobrevivencia comunes las que requieren la reconstrucción de las instituciones multilaterales. (O)









