Al cumplir 60 mis hijos me preguntaron qué había aprendido en todos esos años. Les respondí, en diario Expreso, las lecciones de mi vida. Que siempre se puede elegir la integridad y la ética. Que cuando tienes claros tus principios no hay barco que se pierda a la deriva. Que cuando son firmes las convicciones nos volvemos fuertes robles con profundas raíces. Que nos sostenemos sobre ellas en la tierra, recibimos con alegría el viento que mece sus ramas y nos fundimos con la lluvia para que los capullos florezcan.
Que cuando menos te lo esperas encuentras creyentes de utopías y que con ellos se hace camino al andar. Que en el recorrido nos dejamos sorprender como protagonistas de algún cuento. Que aprender no tiene barreras si hay gente buena que te apoye. Que la ternura es capaz de desarmarnos y solo queda protegerse con pasitos de distancia.
Que las pasiones son autistas y las ideas son andanzas que necesitan compañía. Que si la hallas nada detiene la travesía. Que lo posible es una apuesta en millones de oráculos. Que sin misterio no hay forma de nombrarse. Que en las batallas hay que ataviarse con collares coloridos. Que el desconcierto tiene signo propio y tarde o temprano se rebela. Que las palabras importan, aunque la realidad se encapriche en borronearlas.
Que los días sin amor son retazos de cualquier historia. Que, a pesar de las desdichas, ¿cómo desesperarse ante la belleza del mar y el emocionado abrazo de los hijos? Que cuando nos sentimos confundidos, haciendo míos versos de Susana Tamaro, debemos quedarnos quietos, y en silencio, escuchar al corazón y cuando nos hable levantarnos e ir donde nos lleve.
Han pasado 10 años y leyendo a Houellebecq pensé en sumar otros tiempos a mi historia. Hoy les contaría a mis hijos que envejecer, como escribe Rosa Montero, es extrañarse de sí mismo. Y que al igual que Michka en Las gratitudes (D. de Vigan) siento que pierdo algo, sin saber muy bien qué es. Y que espero, igual que ella, que no sean las palabras las que se agazapen o echen a volar.
Que las tardes se parecen entre sí, pero su cariño las vuelve domingos. Que hay que gozar un poco de ‘la vida loca’ antes que el futuro se atornille a tu cordura. Que los cambios son procesos que duran lo necesario y que no hay acto más bravío que pensar distinto. Que ser bondadoso no cuesta un centavo y que obrar bien puede cambiar el mundo.
Les revelaría que es cierto que hay lobos disfrazados de ovejas y que es mejor esquivar a quien vomita serpientes. Que llevo conmigo los residuos de una pena y que hay fisuras en el alma que pueden quebrarme huesos. Que a menudo el silencio me susurra algún secreto, pero mis recuerdos lo vacían de lenguaje. Que, si lo oscuro me envía sus heraldos, testaruda yo, no atiendo sus visitas.
Que la música es magia para dolores antiguos y los libros son cristales que develan mis enigmas. Que, evocando a Borges, nadie es la patria, pero todos lo somos. Que ninguna relación es completa, pero no hay mayor romance que la mano de Juan enlazada a la mía. Y que mientras tanto, como escribe Annie Ernaux, sigo siendo la misma, solo un poco menos. (O)







