El 12 de octubre reciente algunos recordaron y otros repudiaron el día de la razia. Sí, “de la razia” y no “de la raza”. Porque el término, derivado del francés razzia y a su vez del árabe, remite a lecturas alternativas de esa fecha, que persisten hasta hoy. La razia es un fenómeno antiguo y periódico en la historia de la humanidad, cuando un pueblo invade a otro de lengua, religión, piel y cultura diferentes, para imponerle las suyas, ejercer el pillaje y la exacción de las riquezas de los invadidos, ultrajar a sus mujeres, esclavizar a sus hombres, y exterminar de modo agudo o progresivo a la raza sometida. Una acepción más benigna de la palabra, admitida por la Real Academia Española, es el de “batida o redada”. Una “invasión bárbara” la así llamada conquista de América, como dice el personaje principal de la premiada película homónima de Denys Arcand, del año 2003.

A estas alturas de la humanidad, es imposible desmentir los testimonios de la violencia y en algunos casos del genocidio que los invasores españoles, ingleses, portugueses y en menor medida los franceses ejercieron sobre los pueblos ancestrales de este continente al que llamaron “América”. Una cultura que se erigió encima de otra, incluso arquitectónicamente, para incrementar la riqueza de los reinos e imperios europeos y para producir mestizajes de diferentes suertes y colores. Pero esa versión del fenómeno no debería omitir el hecho de que otras razias ocurrieron en este continente, entre los pueblos ancestrales que aquí vivían, antes del 12 de octubre de 1492. Los actuales habitantes de este país, incluyendo los Iza, Vargas, Sandoval y demás, somos el efecto de las razias precolombinas y de las posteriores. Para cuestionar el mito del paraíso terrenal que aquí existió antes de la llegada de Cristóbal Colón.

El día de la raza, de la razia y de la rabia. El día que nos recuerda que somos un pueblo mestizo, incluyendo los Iza, Vargas, Sandoval y demás. Un mestizaje atragantado que pretendemos regurgitar con ira, negación y desmentida de nuestra básica condición de cholos, más o menos aindiados o más o menos blanqueados, según cada caso. Porque los genuinos indígenas ecuatorianos son una minoría que apenas habla el castellano, y se comunica en aquellas lenguas que están desapareciendo. Entonces estamos de un lado los llamados blancomestizos y del otro lado los indiomestizos, como confrontados: el efecto de siglos de inequidades y explotación en cascada de un país en ciernes, que reniega de sus orígenes y verdades. Un país que no llega a constituirse, salvo en la proliferación indefinida de constituciones, leyes, reglamentos e instituciones inútiles.

No necesitamos tumbar monumentos, ni erigirlos. El gesto ni siquiera tiene valor simbólico y se diluye en el ademán de la idolatría festiva, en la mueca feroz que demanda la condescendencia a pedradas. Sí, porque destruir Quito no es un altivo ejercicio de derechos, ni una reivindicación histórica, ni un esfuerzo por modificar la paupérrima condición de amplios sectores del Ecuador rural. Es solo una nueva y triste “invasión bárbara”, como hace cinco siglos, de vuelta y devuelta. (O)