Cuando había toros en Quito, a principios de los años ochenta, vimos al rejoneador español Manuel Vidrié practicar una suerte inusitada: poner banderillas “al quiebro”. Brevemente, esto consiste en llamar la atención del toro, cuando este arranca se amaga con el cuerpo y una pierna ir hacia la izquierda, el momento en que se tiene al astado a muy corta distancia, hay que retirar el cuerpo hacia la derecha, y la embestida pasa de largo. Todo, casi, sin moverse del sitio. Muy difícil hacerlo a pie, a caballo no lo habíamos visto nunca. Lo hacía Vidrié a lomo de un caballo que se llamaba Pesaña. Parecía magia. Preguntado el rejoneador por la razón que había escogido específicamente a ese animal para ejecutar ese lance. “Por el miedo que tenía este caballo”, explicó. El miedo era el que forzaba al hermoso castaño a huir con elegancia en el momento preciso, creando un intenso aura de dramatismo, un equino “más valiente” podría haberse malogrado en esos segundos eternos.

El miedo es un instinto, una tendencia natural que nos impulsa a evitar el peligro y lo compartimos con los animales. En el caso del Pesaña, la doma, y en el de los seres humanos, la cultura, permiten encontrar salidas creativas al miedo. Como todos los impulsos o pasiones su manejo debe buscar el justo medio entre los cobardes que ceden desesperadamente al impulso del miedo y los temerarios que suprimen todo cuidado. El miedo es compensado a nivel instintivo con ira y agresividad, en lugar de huir, el miedoso agrede, quien haya vivido cerca de animales lo habrá visto. Los animales también tienen cierta tendencia gregaria al miedo, es un impulso contagioso, que pervive en los humanos y se manifiesta en los “pánicos” colectivos. Normalmente se trata de fenómenos altamente destructivos, en los que se pierde toda racionalidad y medida. El exceso de miedo lleva a buscar un culpable de la amenaza, por lo general equivocándose, pues casi siempre se trata de una persona o colectivo vulnerable y débil, con cuya destrucción se alivia la desesperación generada por los terrores extremos. El miedo está detrás del racismo y la xenofobia, manifestaciones exacerbadas del miedo al extraño.

No es incorrecto definir al humano como el “ente libre” puesto que en todo el Universo no existe ningún otro ser que pueda calificarse de libre. Esa chispa divina es la que nos permite elegir soluciones creativas en lugar de la huida o la agresión. La suma de todos los miedos es el miedo a la libertad, sobre todo a la libertad de los otros, pero también a la propia, generada por la conciencia de nuestras flaquezas. Entonces los individuos y los colectivos recurren al que consideran el hombre fuerte, a la figura paternal que nos protegerá de la libertad, nada menos. En centenares de ocasiones a lo largo de la historia muchos pueblos entregaron su libertad a cambio de que el Padre Estado los alivie del miedo, como lo hemos podido ver ante nuestros propios ojos en esta hora negra de la humanidad. (O)