Los procesos de la historia son largos. Se miden en unidades por lo menos tan largas como la vida de una persona. Por eso hay que tenerles paciencia y olvidarse de querer vivir para contarlo. Los cambios que vemos hoy son el probable resultado de lo que otros sembraron hace unos cuantos años, muchos más de los que nos solemos imaginar. Por suerte, siempre nos queda el inmenso consuelo de estar construyendo algo para nuestros descendientes: al fin y al cabo es lo que nos pasa cuando pensamos en nuestros hijos o nietos para darnos fuerza en los momentos duros de la vida, o cuando los mentamos con la misma monserga cada vez que hablamos del futuro.

Hay que tenerle paciencia a la historia porque los países no son proyectos de una generación sino de muchas, una detrás de la otra, y no tenemos ni idea de cuánto tiempo llevará completar cada uno de esos procesos; sí sabemos, en cambio, que para la mayoría de nosotros renunciar al proyecto común es renunciar al sueño de nuestros antepasados. Comparados con el resto del mundo, podría decirse que los países de nuestra América son todavía adolescentes, sujetos a los vaivenes de esa época de la vida de cualquier persona más o menos sana.

Dice con razón Francisco que el tiempo es superior al espacio; y suele agregar que para cambiar el mundo hay que iniciar procesos más que ocupar espacios, esos mismos procesos cuyo final seguramente no veremos, por lo menos en esta vida. Y decía Giambattista Vico en el siglo XVIII que la historia es circular pero no estática. Sería como un resorte, un tirabuzón extendido que da vueltas a la vez que avanza. En una de esas vueltas estamos ahora en la Argentina. Una vuelta que hay que valorar a la luz de los cuatro años que ya vencieron, y de los doce anteriores, y de los 200 –o 500– de nuestra historia como nación, plagada del corsi e ricorsi de la historia, siempre ir y volver pero siempre avanzando. No se entiende el gobierno de hoy sin el que pasó, ni el que pasó sin el anterior; y así, con toda propiedad se puede decir que unos son consecuencia de los otros, tanto que hasta deberían unos agradecerles a los otros la gentileza de haberlos traído.

A veces esos procesos, esas vueltas del tirabuzón, se aceleran; nos parece que vamos disparados, llevados por el viento de los grandes cambios sociales y tecnológicos. Otras veces los procesos se ralentizan hasta parecer parados, quietos como si hubiera calma chicha: el bote no se mueve y estamos en el medio del océano… Nunca es tan así: los procesos rápidos no son tan rápidos porque la velocidad es una percepción de nuestro propio vértigo; y nunca los lentos son tan lentos porque quizá están creciendo para adentro. Los procesos son como las personas, las plantas o los animales, que no vemos crecer hasta que nos vamos unos meses o unos años y comprobamos cómo crecieron o cómo envejecieron, que es una forma de crecer.

Déjeme que vuelva a traer palabras de Francisco, esta vez recientísimas: no estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época. Por tanto, estamos en uno de esos momentos en que los cambios son de profunda transformación; constituyen elecciones que transforman velozmente el modo de vivir, de interactuar, de comunicar y elaborar el pensamiento, de relacionarse entre las generaciones humanas, y de comprender y vivir la fe y la ciencia.

No es una época la nuestra de enfrentar las olas del cambio sino de surfearlas. Es tiempo de izar las velas y dejarse llevar a donde nos lleve el viento. Solo hay una condición para estar seguros de que los tiempos que vengan serán mejores: que nos encuentren unidos. Y siempre nos quedará la esperanza de que el proceso que iniciamos ahora los argentinos nos saque de una vez de la adolescencia y dejemos de pelearnos entre nosotros. (O)