América Latina termina en medio de convulsiones un año que estaba destinado a ser un período de normalidad democrática. Se esperaba que los hechos políticos más emocionantes serían las elecciones presidenciales que debían realizarse en seis países. Con Panamá, El Salvador, Guatemala, Argentina, Uruguay y Bolivia se cerraba el ciclo de quince elecciones iniciado en 2017. Lo más trascendente que podía suceder era que con estas se consolidara el giro hacia la derecha. Pero, ya que eso se expresaba como una tendencia a partir de los resultados obtenidos en los nueve países que los antecedieron, no iba a ser una sorpresa y mucho menos se podía pensar que pudiera producir movilizaciones y violencia. Lo más sorprendente podía ser que ese giro no se materializara y que, como en efecto ocurrió, se configurara una situación heterogénea en términos de izquierda y derecha (como lo destacan Carlos Malamud y Rogelio Núñez en un análisis del Real Instituto Elcano).

Pero en el último trimestre se rompió esa normalidad y se dibujó no solamente una nueva cancha de juego, sino que se anunció el reemplazo de los jugadores. La impugnación a los políticos no es nueva en un continente en el que, repetidamente, significativos sectores de la población han salido a las calles a gritar que se vayan todos. El anquilosamiento de las instituciones, la escasa renovación de las prácticas y, en muchos casos, el cierre de los espacios políticos a nuevos actores, generaban un rechazo hacia la política en general. Era una de las manifestaciones de la democracia fatigada a la que alude Manuel Alcántara. “Que se vayan todos” era una forma de negar la política y de negarse como sujetos políticos. Como lo vivimos en Ecuador, habría sido más sincero decir “que nos vayamos todos”, porque finalmente quedó en manos de un iluminado o predestinado.

Lo que estamos viendo en estos días, en medio del caos, la confusión y la violencia, ya no es ese abandono del escenario. Después del marasmo inducido por los liderazgos mesiánicos, por los modelos económicos exitosos o, finalmente, por la abulia derivada del temor al cambio, la gente común y corriente busca apropiarse de la esfera pública. Lo hace de una manera desordenada, con violencia, sin objetivos claros, sin líderes y sin propuestas concretas. La contundencia de los hechos y su permanencia en el tiempo parecen dejar sin piso a quienes suponen que se trata de estallidos pasajeros. Las causas estructurales de fondo, destacadas en la mayoría de los análisis, seguirán ahí mientras no se revisen los modelos de desarrollo excluyentes que, con membretes de neoliberales o estatistas, han sido incapaces de incluir establemente a las mayorías poblacionales.

Las causas políticas también seguirán presentes si no se entiende que el problema no está en reemplazar los viejos liderazgos por unos nuevos. Tampoco está en la conformación de partidos, ni siquiera en los cambios constitucionales. Todo ello es muy importante, pero no servirá de nada si no se constituye un espacio en el que quepan y puedan quedarse todos. (O)